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"OPINIÓN"

"Abrázalos"

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21/01/2021

    Luis Pérez de Acha

    @LuisPerezdeAcha

     

    Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte
    que no nos mata a nosotros sino a los que amamos.
    Carlos Fuentes

     

    Los hijos también mueren.

    En mí era una posibilidad descartada. Nada hacía creer que nuestros proyectos se truncarían con la muerte de Jorge, el 24 de junio de hace varios meses. El sentido de pérdida y derrota afloró en mi vida.

    El futuro entró en pausa. Mis éxitos personales, familiares y profesionales fueron avasallados. Ocho días antes, el día del padre lo celebraba con un video de 19 segundos enviado desde el puerto en que Jorge vacacionaba con Javier, mi otro hijo. Jorge -mi Yuyín- se despedía con un largo y profundo “byeeeee”, adornado con un “te quiero, pa”. Una indómita premonición: 30 minutos después, Javier mandó un mensaje a Gisela y Andrea, nuestras hijas: Jorge se había accidentado y lo mejor sería que tomásemos un vuelo para alcanzarlos.

    Confusión plena. Mi esposa Gisela, unos minutos antes risueña y jovial, enmudeció. Yo, paralizado, incrédulo de que mi tercer hijo estuviera en riesgo de muerte, me resistía a viajar. ¿Pues no que los Pérez de Acha Chávez estábamos emparentados con la inmortalidad? Solté amarras. Nuestros tres hijos controlaron la logística: Gisela y Andrea en la Ciudad de México; Javier, en otro paralelo. Un mosquetero y dos guerreras en torno a nuestro inmarcesible D’Artagnan.


    A partir de ahí todo fue vertiginoso: regreso a casa, maletas, taxi, aeropuerto, pasajes… En apenas cuatro horas íbamos en un avión hacia una ciudad atlántica. Por mi mente cruzaba mucho y nada: un día del padre que no fue festejo, una juventud a punto de volverse olvido, una muerte que deambulaba en vida.

    Aturdimiento e incredulidad. Estaba mareado, como girando sin girar. En mis oídos retumbaba con un estruendo: “byeeeee, te quiero, pa”. Veía y escuchaba -sin ver ni escuchar- los mismos 19 segundos tras un telón: el final de la vida de mi hijo. Los minutos eran pasmosamente lentos y a la vez fugaces. Dormía despierto, leía sin leer, reflexionaba sin pensar, oraba sin meditar. La danza de la vida y la muerte en una correa sinfín.

    Aterrizamos en el aeropuerto de una ciudad remota. Una tarde nublada nos abrazó a manera de pésame. La atmósfera era sombría y cansina, al igual que nuestro humor. De nuevo, maletas y un par de taxis al Hospital Santo Antonio. Afuera, en la banqueta, Javier nos recibió. Un pinchazo más. Su cara, ajada por el cansancio y el dolor, nos dio la bienvenida. Nuestros cuerpos se entrelazaron y lloramos, lloramos mucho y muy fuerte, esperanzados en que nuestras lágrimas fueran el preludio de un distinto despertar.

    Caía la noche, fresca y desabrida como en cualquier hospital. “Suban dos pisos, y al fondo, a la izquierda, encontrarán el área de terapia intensiva”, fueron las indicaciones. Llegamos y tocamos el timbre. A los dos minutos se presentó el doctor de guardia, también de nombre Javier: “familiares de Jorge, ¿verdad? Entren de dos en dos. Tendrán que utilizar mascarilla, gorro, guantes y bata, y lavarse las manos con gel antiséptico”.

    Al unísono, Gisela y Andrea dijeron: “entren ustedes, padres”. Sudor frío, quijada trabada y caminar torpe. No quería entrar. Tenía miedo, mucho miedo.

    Mi mente estaba desquiciada. Me negaba a cruzar la puerta. Esquivé camas, trípodes, sueros y médicos. La pesadilla era insufrible. De la mano de mi esposa, nos topamos con Jorge. No lloré. La incredulidad bloqueó mis sentimientos. Ahí estaba el Yuyín, dormido y rozagante, con rostro sereno. “Mi osito de peluche”, pensé ridículamente. Espasmos breves y sincopados suplicaban más vida. Tan fácil como despertarlo cuando niño en su primer día de clases, pero tan imposible como someter al destino. Me vencí: lloré a capela, a grito abierto.

    Así transcurrió una semana más, con días pasmosos y noches eternas. El insomnio y los silencios eran mis aliados. Imploraba tropezarme con respuestas a preguntas sin sentido. A cualquier hora vagabundeaba en el malecón de la ribera citadina. Las explicaciones mágicas nunca llegaron.

    En las tardes, las visitas al Yuyín eran de 15 minutos. Me abalanzaba a su trono con abrazos, besos y charlas infinitas. Acariciaba su cara para aprendérmela de memoria, como un escultor orgulloso de su obra. Rogaba por un milagro ignorando cuál era ese milagro; anhelaba su muerte sin saber por qué la pedía. Fueron minutos mágicos, mis últimos con él, siempre con la Quinta Sinfonía de Beethoven en mi iPhone marcando la cadencia de nuestros corazones. Jorge, melómano, repetía que era su obra predilecta para las “experiencias fuertes de su vida” (ipse dixit). La barba le crecía: su cuerpo estaba vivo, aunque su ánima ausente.

    El domingo 23 subí tres veces a saludarlo. “Puede quitarse los guantes”, me dijo una doctora. Su cuerpo, descubierto, reverberaba afiebrado. Andrea y Javier revisaron el expediente clínico a los pies de su pomano, como entre hermanos le llamaban, y en las afueras del hospital sentenciaron: “falta poco, sus signos vitales están fallando”. Me quedé turbado. Entré de nuevo al hospital y subí corriendo a la unidad de cuidados intensivos. Me olvidé de la Quinta Sinfonía. “No, Yuyín, no te mueras”, le grité en silencio. Su respuesta, desde un distinto espacio: “byeeeee, te quiero, pa”. Calladamente lloré, y lloré; lo abracé, y lo abracé. Así sellamos nuestro pacto final para la eternidad.

    En las primeras horas de la madrugada del lunes 24, el doctor Antonio llamó a Javier para comunicarle que Jorge había muerto. El milagro -¿milagro?- se había consumado. Empezaba una etapa desgarradora del duelo, tan inimaginable como insoportable. Con boca seca entré al hospital. El ambiente era lúgubre. A lo lejos vi el cuerpo inerte de mi hijo. La penumbra de los años no cumplidos se había aposentado en sus ojos. Yo también quería dormir así, en sintonía con él y en paz con la vida.

    Me sumí en una espiral sin fondo. Lo abracé y besé con ansiedad a sabiendas de que nunca más -¡nunca jamás!- lo abrazaría y besaría.

    Su cuerpo estaba frío y su rostro, melancólico. Me convencí de que a él también le dolía el adiós. Tomé su rostro entre mis palmas. Inhalé con furia los últimos rescoldos de su vida. Estrujé con frenesí sus manos, su pecho y sus pies, como si con ello encarcelara su alma. Miré al techo y me pregunté si él, desde arriba, en ese reducto de la muerte, nos estaría viendo. Sonreí al ilusionarme de que así sería.

    Los médicos y personal de enfermería compartían nuestro pesar. Fueron los primeros testigos de nuestro desconsuelo. Ocho días de convivencia forzada bastaron para construir vínculos de afecto y comprensión inefables. Se formaron desordenadamente a nuestras espaldas, como guerreros conscientes de la derrota pero con el orgullo del deber cumplido. Días después nos enteramos de que guardaron un minuto de silencio en memoria de Jorge. A la distancia geográfica y del tiempo, nuestros recuerdos están con ellos.

    En el semblante de Jorge vi la última manifestación de nuestro destino: del suyo y del mío, de mi esposa y de Gisela, Andrea y Javier; de mi madre, también. Lloré, y lloré, y lloré… Sigo llorando. Lloro su vida truncada, sus ilusiones inacabadas y mis nietos ausentes; nuestros viajes no planeados y los torneos de tenis de un porvenir perdido. Lloro su música, sus risas y reclamos; su inteligencia, sensibilidad y bellos cantos. Lloro mis bromas, sus nerdeces, algunas del Siglo 18 y otras de un futuro distante.

    Días hipnóticos. Caminatas sin rumbo, trámites en el hospital, dispensa de la autopsia, retiro del cuerpo de la morgue, procesión en el panteón Prados del Reposo. Última despedida de un Jorge que ya no era persona; tocar su ropa y calcetas peculiares, llanto y más llanto de una familia incompleta, con un hijo siempre eterno como testigo espiritual. Oraciones finales, cada quien con sus convicciones y creencias personales. Mi pavor por el hijo rumbo al crematorio. No más Yuyín; no más osito de peluche. Solo cenizas y memorias, y un amor perpetuo.

    Jorge era cariñoso; yo, apapachador compulsivo. Le di cientos, miles de besos; nos dimos cientos, miles de abrazos. Me faltaron millones más. Su último abrazo fue espiritual: “byeeeee, te quiero, pa”. Pero el mejor regalo me lo dejó con Javier, pocas horas antes del accidente: “Si acaso tuviera agravios, ya perdoné a mi papá”. Un testimonio imperecedero de vida. Un maestro que, en su juventud, modeló su vida como una obra de arte.

    Como me dijo María Elena, quien también perdió un hijo, es como traerlo en segundo plano todo el día y soñarlo. Con frecuencia pienso qué sería peor a la muerte de un hijo: la muerte de otro más. He conocido padres que han perdido tres y hasta cuatro. El horror, también pienso, es de aquellos cuyos hijos están desaparecidos. Es así como mi dolor toma una dimensión real. En las primeras semanas de nuestro duelo, Nuria nos alertó: “sé que se quieren morir, pero la buena noticia -que no es mala- es que seguirán aquí, y necesitamos de ustedes y de su testimonio”.

    Mi vida y mi visión del mundo cambiaron estructuralmente; la de mi familia, también. No es mejor ni peor, simplemente distinta. Conforme el dolor se asienta, el gozo por los años con Jorge se acrecienta. Es difícil de explicar. Cuando a mi esposa Gisela y a mí nos preguntan cuántos hijos tenemos, siempre decimos que cuatro; y es que él no ha perdido su espacio existencial entre nosotros. Mi Yuyín no fue una anécdota: es y sigue siendo una realidad.

    La vida me insertó de golpe y a la mala en la fraternidad de padres con hijos muertos. Es un privilegio. La muerte de Jorge ajustó mi espiritualidad. Mi sufrimiento se aparta del fatalismo cruel. La religiosidad culpígena de premio y castigo me enfurece. Inconcebible suponer que mi Yuyín pase por ese tamiz. Mi dolor tiene un sentido: es mi ofrenda de vida, salud y paz para los hijos de otros padres; y para mis hijos también.

    Sandro me repite que su suegra, huérfana de hijo también, despierta gozosa por las mañanas: “ya falta menos para reencontrarme con Jordi”. Comparto su alegría por vivir de esa manera. Mañana será un día menos para disfrutar a mi Yuyín.

    De niño, Jorge declamaba: “En vida hermano, en vida”, de Ana María Rabatté. En vida amo a mi familia; en vida los abrazo y beso. No quiero jamás repetir: “los abracé cientos, miles de veces pero me faltaron millones más”. Es su legado.

    Extraño a mi hijo. Si en la madrugada del 20 de enero de 1992 el destino me planteara “te presto a Jorge 27 años, cinco meses y cuatro días, ¿lo aceptas?”, mi respuesta sería siempre la misma: “sin duda”. El problema es que el plazo se cumpliría sin negociación alguna. No hay más, solo la esperanza y la ilusión eterna de encontrarnos en el Más Allá, en algún rincón del Universo.