Hace muchos años que partiste, pero de mi corazón nunca te fuiste. Tengo presente tu indeclinable figura y la providencia con que depositabas diariamente alimento en la mesa. Tu disciplina era casi militar y tu mirada dura y fija, pero el sentido del humor nunca se ausentó de tu alma de niño. Fuiste educado de manera recia y esa herencia quisiste transmitir también a tus hijos.
Una escena que permanece firmemente grabada en mi recuerdo es la de la noche del 27 de octubre de 1959, cuando permaneciste aferrado al marco de la puerta de la casa para que no fuera arrancado de tajo por el fuerte viento, con que azotó el puerto de Manzanillo el más desastroso ciclón de que se tenga memoria. Mi madre y mis hermanos mayores también apoyaban manteniendo cerradas las hojas de las ventanas de la sala, pero tu figura solitaria resaltaba, cual poderoso supermán o soberano dios del Olimpo, iluminada por los relámpagos de la tormenta.
Te mostrabas rígido y adusto para mantener el orden, pero eras flan que se deshacía al sentir que la cuchara de la ternura tocaba tu cuerpo. Tal vez, por eso, no te acercabas ni prodigabas demasiado, pues temías que se derrumbara la sólida muralla en que te pertrechabas. El escudo con que intentabas protegerte no era capaz de eludir y rechazar las dulces y certeras saetas del amor.
Tu espíritu indómito y tu carácter inquebrantable resintieron las dentelladas de la enfermedad. Nunca olvidaré, tampoco, la ocasión en que te derrumbaste, como un sólido roble que se desgaja aparatosamente, y permitiste que la lluvia almacenada por siglos en los lagrimales de tus ojos irrumpiera formando un caudaloso amazonas.
Hoy, padre, rindo agradecido tributo a tu legado. ¡Gracias por haberme amado!
¿Honro a mi padre?