Hace unos meses viajé por el Durango profundo, aquel donde se formó, reformó y deformó en sus ultimos años el polémico Doroteo Arango, Francisco Villa.
Recorrí San Juan del Río, región extendida entre cordilleras rocosas, solo pobladas por mezquites y huizaches de reseca vegetación verde mate. Cerros y farallones de notorio origen volcánico.
Entornos donde nació el futuro General Francisco Villa, hijo de los campesinos medieros Agustín Arango y Micaela Arámbula.
Los solemnes pueblos de esta arenisca región revelan, para bien o para incomodidad, que no han cambiado gran cosa en las últimas décadas.
Han brotado edificios y casas que revelan cierta novedad, no todo esta petrificado; esa modernidad ya luce vieja y solo aparenta ser un gesto aislado; el marco general habla de un silencioso recogimiento.
Otros pueblos y ciudades del País en los últimos 20 años han experimentado sorprendentes crecimientos, notorios en estruendosas vialidades o una verticalidad arquitectónica con diverso tipo de veleidades, a veces ofensiva. Aquí no.
Si Villa volviese a este sitio, la dificultad para orientarse le sería cosa ajena.
Históricamente, esta región aportó una fuerte cuota de sangre a la lucha revolucionaria más decisiva y no ve socialmente compensada, ni a corto o lejano plazo.
Es una zona con muchos puntos en común con el sur de Chihuahua y el oeste de Coahuila, escenarios de grandes batallas de la División del Norte. Villa murió en Hidalgo del Parral, paraje más perteneciente a esta comarca que a la Chihuahua rárramuri o criolla de los Creel o Terrazas.
No todas las fronteras de los estados corresponden a la disposición y comunión de los pueblos divididos, y está área es un caso emblemático y que fue un real crisol del movimiento.
Durango capital, por ejemplo, tiene más relación con Zacatecas que con esta zona. Y Mazatlan conecta más con el sur de Nayarit que con las regiones al norte de Culiacán. Así en estos páramos
Pasé por Canatlán, tierra dura, de manzanas, membrillos, avena y revolucionarios, donde vivió un tiempo el Centauro del Norte.
Un pueblo previo tiene un simbolismo que se asemeja a una cuña, dividiendo el camino hacia Canatlán y San Juan del Río, que se llama como la Escuela Normal Rural que ahí se encuentra: Aguilera.
Una escuela para formar a maestros de origen rural y que sean capaces de difundir su apostolado en los pueblos, así como la triste y recordada normal de Ayotzinapa.
Su nombre es en homenaje al profesor José Guadalupe Aguilera, quien nació en el pueblo de Mapimí, Dgo, en1857.
La escuela tiene mucho de claustro con su patio interior como de monasterio, de colegio militar con sus paredes altas y una entrada con un portón de cantera con un águila republicana de bronce con las alas desplegadas, triunfal. Es la única inversión fuerte que veo donde parece que la Revolución les haya hecho justicia, además de unas remotas presas y embalses.
Es sábado y afuera pasa la carretera y ahí veo a los estudiantes, los futuros maestros, pidiendo raite o cooperación para volver el fin de semana a sus casas y pueblos.
Paso después a La Coyotada, un rancho en unos cerros bajos tras un río de aguas barrosas bordeado de milpas amarillentas.
En una pequeña elevación hay un museo de muros blancos dedicado a Francisco Villa y al lado izquierdo, justo inicia un declive, está la casa donde nació el niño que comandaría los ejércitos del norte y trastocaría varias veces el camino de nuestra historia. Es una casa de adobe, enjarrada con cal blanca y construida en forma de escuadra, con techo plano y un horno de pan afuera.
Solo eso. Mezquites y huizaches ondean sus ceñidos ramajes como permanente banderas de la naturaleza.
Al otro extremo del claro, casi en la base de otro cerro, está la estatua de Villa y tras él, escritos en el monumento, los nombres de sus generales. Tomás Urbina, Rodolfo Fierro, Calixto Contreras, Jurado, Durón, cada uno de ellos encontró la muerte en los ecuestres senderos de lo que fue la Revolución Mexicana.
Un mausoleo simbólico, hecho de tierra, aire, luz, el silencio de la verdadera gloria.