La última defensa
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Editorial
Las quejas presentadas ante la Comisión de los Derechos Humanos en contra de miembros de la Guardia Nacional y el Ejército no son otra cosa que la muestra de los riesgos que significa mantener a nuestros militares en las calles.
Recordemos que son los policías y no los militares la fuerza entrenada para interactuar con la ciudadanía, y los que finalmente han sido reemplazados por los militares para enfrentar una guerra contra la delincuencia organizada que se sentía perdida.
Los militares, por naturaleza, son entrenados para defender al País en tiempos de guerra, no para lidiar con los derechos de los ciudadanos. La naturaleza de su entrenamiento es convertirlos en una arma de guerra, desprovistos de su identidad personal.
Sin embargo, al enviarlos a la calle, los militares entran en contacto con la ciudadanía, una decisión que podría ser mucho más costosa de lo que imaginamos.
Para empezar, los militares son nuestra última defensa, el cuerpo armado y entrenado para defendernos hasta con la vida de una amenaza extrema y enviarlos a la calle significa poner en riesgo esa última línea de seguridad.
Una de las principales “armas” de la delincuencia organizada es su poder de corrupción, uno de los riesgos más grandes cuando hablamos de nuestra última defensa, si la Guardia Nacional y el Ejército se corrompen, como ya hemos visto en el pasado, nuestra defensa desaparece.
Desde que los primeros presidentes panistas decidieron involucrar al Ejército en la guerra contra el narco se prometió que al mismo tiempo se entrenaría a policías para regresar a los militares a sus cuarteles.
Después de más de 20 años la promesa no ha sido cumplida, hoy lo único que tenemos son a militares con otro nombre intentando resolver un lío delincuencial cada vez más complicado, mientras siguen en las calles, a merced de los cañonazos en dólares.