Los recuerdos de Dios
La visión eterna del Creador, desde su inefable misterio, simplificado y extenso, en la profundidad infinita de una innumerable multitud de universos convertidos en un solo, obra de su amor creador, donde el principio y el fin, convergen en un solo punto.
La inconmensurable dimensión de la eternidad, donde son inexistentes pasado y futuro perdiéndose, hasta diluirse en un presente siempre perenne, ahora una impresa experiencia, en donde los recuerdos vuelven a la vida, con sus riquezas y sus limitaciones.
La divina experiencia de la física inmaterialidad, capaz de comprender y entender las vivencias, sin dejar nada escapando a su percepción, en el enmarcado espacio de pasado y futuro, convirtiéndolas en un misterio de un presente, en donde gravita la totalidad del espacio-tiempo, ahora transformada en el Creador Divino, en una participación de la materialidad humana, eternizándola en el Divino Ser.
El tiempo atraviesa su interminable devenir, convirtiéndose en divinos recuerdos en el archivo de la memoria de un amor que ha llevado a la misma divinidad a convertirse en humano y a convivir entre humanos, en una miseria, introduciéndose en la maravillosa obra de la creación.
El escenario fue la materia creada en un lapso de continuidad del tiempo, con el cual ha convivido el divino amor, convertido en misericordia, para dictar una manera de realeza olvidada ya, la realeza en el servicio por el amor.
El Hijo eterno de Dios, Palabra del Padre, recuerda, en el recóndito lapso del misterio de la eternidad, aquellos días en el transcurrir de la sucesión conocida como tiempo; los gestos y las acciones de la convivencia, en compañía de una humanidad dañada por el germen de la maldad, pero en la cual también existe la divina semilla de la nobleza y la sublimidad, con la cual busca el bien, aunque extravía el camino para llegar a él.
Aquellos hombres y aquellas mujeres que muchas veces han errado el camino, pero en momentos supremos son capaces de actuar con humildad, volviéndose hacia Él para decirle, “Señor apiádate de mí”.
Dejar el perfecto ámbito de la eternidad para vivir entre las limitantes del espacio-tiempo, una enriquecedora oportunidad de hacer experiencia lo conocido en la infinita sabiduría, pero ahora convertido en parte de Él: ¡Dios se hace hombre y el hombre se ha divinizado!
El Divino y Eterno Hijo de Dios, ahora en su divinizada humanidad, recuerda gestos y emociones de su amada humanidad que lucha por alcanzar la felicidad, ahí están los arrebatos del apóstol Pedro, designado como la roca solida de su naciente comunidad, la apasionada entrega de María de Magdalena, las arrepentidas lágrimas de la pecadora y desesperación del apóstol amigo, Judas, quien no supo lo que hacía.
El recuerdo de Jesús es una promesa de volver al lado de su amada humanidad, en un deseo de estar y llevar a conclusión la obra con quienes, habiéndolos amado, los amó hasta el extremo.