Una Nono
“No es que ella no haya querido, lo que pasa es que no pudo”. Su madre repetía la frase cada vez que consideraba necesario. Quería disculparla ante los otros, hacerles saber que era algo que no había decidido, sino que la vida así lo quiso. “Ella sí quería”, volvía a decir, pero no pudo. Difícil que su madre aceptara. Ya le había explicado, pero no estaba en sus entendederas. Nono, fue lo último que le había dicho. Soy una Nono. La primera vez que se lo dijo, ella indagó de qué se trataba, qué era eso. Alguien le explicó que era un personaje de un cuento. Que Nono era una niña cándida que tenía la cualidad de escuchar a los demás y que pudo vencer a los hombres de gris. ¿A qué se refería su hija, qué quería decir con eso?, no entendía nada. No, madre, el personaje se llama Momo y yo soy una Nono.
Madre, por qué te cuesta entender que no quise tener hijos. No me nace, no soy para eso, no se me da. Siento desesperación de ver como lloran, como exigen y demandan. No podría ser ni la mitad de madre que tú eres. Me da miedo pensar que podría ser como la mamá de mi amiga. No sabes, pero hace tiempo nos hizo confesiones terribles de lo que le hicieron cuando era niña. Dice que una vez en un taller hicieron un ejercicio y les pidieron que escribieran una carta de agradecimiento dirigida a la madre. Ella mas bien hizo un reclamo, una serie de preguntas: “¿Qué le puedo regalar a mi madre cuando de niña me cacheteaba porque no comía bien; qué le puedo regalar a mi madre cuando me jalaba de los cabellos y me metía a la regadera con el agua como hielo cuando veía que no había barrido; qué le puedo regalar a mi madre cuando me estrelló en la pared porque le dije que mi tío me había tocado por debajo de la falda; qué le puedo regalar a mi madre cuando vendió mi virginidad por unos pesos. Cuando alguien pueda decirme qué puedo regalarle, me habrá dado el mejor regalo de mi vida. Desde siempre he callado y lo único que quise de ella es que me diera un abrazo y que me dijera: te quiero, hija”. Lo peor, madre, dijo que cuando leyó la carta, otras mujeres lloraron y empezaron a decir que sabían de lo que hablaban; ellas habían padecido lo mismo.
Su madre se quedó helada. Pensó que su hija andaba en malas compañías. Quién le estaba metiendo tanta maldad en la cabeza. De dónde sacaba que ella podría ser como aquellas mujeres. Las que hacían eso no merecían tener a sus hijos, debían quitárselos, darlos en adopción a gente que los quisiera. Su madre no entendía que las otras también eran madres y, ante los ojos de los demás, ellas también querían a sus hijas. Nadie tenía derecho a juzgarlas; nadie sabía lo que realmente pasaba en sus vidas. A su madre la habían criado con ese fin único que suelen darle a las mujeres en muchos lugares: atender al marido, reproducirse y vivir para sus hijos. La mujer sin hijos era alguien sin valía, un ser a medias que por algo la divinidad la había privado del amor más puro y sublime: el que profesa la madre por un hijo.
Nono, no Mathews. Eso soy madre, una No madre. Sólo mujer, no madre. No me juzgues por eso. Créeme, lo decidí con toda mi conciencia y plenitud. No soy peor ni mejor que otras mujeres, simplemente soy. Egoísta, entregada, comprometida, irresponsable, virtuosa, amorosa, compasiva, malvada, intolerante, soy lo que quieras, como quieras verme, como cualquier mujer. Mas ten presente algo, no estoy sola, madre. Tengo una maravillosa niña que proteger y cuidar, que decidió consciente y de cara al mundo no parirle hijos a la vida. No me disculpes, madre, no es necesario y es justo que así sea. ¡Felicidades a todas las madres amorosas!
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