Tamales tatoyos
Los sabores de la nostalgia: lo que quiero decir y digo es que todo cristo a la redonda tiene gustos y aromas que, fuera de las alacenas, son guardados celosamente en el corazón. Me refiero a los sabores heredados, a los platillos que degustábamos cuando niños, o, mejor dicho, las sabrosuras que mamá o la abuela nos ponían en la mesa mientras estuvimos a su lado y que ellas a su vez las recibieron de sus mayores, por lo que las aliñaban con el orgullo tremendo del linaje gastronómico.
Claro que nuestros paladares por lo regular cambian, o aprecian nuevos sabores, sobre todo cuando llega la etapa de vivir en pareja y la situación viene acompañada de otros acontecimientos culinarios.
Nunca, que yo recuerde, me he negado a probar un bocado nuevo; antes al contrario, soy amante de las aventuras del paladar, me encanta, cuando salgo fuera, comer lo que es propio del entorno, tanto en México como en el extranjero, pues no me imagino, por ejemplo, la ridiculez de andar buscando enchiladas en un sitio como Barcelona; o querer engullirme unas tostadas de ceviche de sierra en las playas de Cancún. Mas sin embargo tengo fragancias y texturas tatuadas en el alma, ésas que no desaparecen tras ningún viaje y tras ningún platillo, porque son parte de mi esencia.
La otra vez me puse a rememorar la cocina hogareña y de repente me vinieron a la cabeza los tamales de frijol endulzados con piloncillo y perfumados con canela, que ya casi no se encuentran.
Y lo que es más triste: son prácticamente desconocidos para la juventud. Y como yo no sé quién los esté vendiendo hoy en día, corrí al mercadito Rafael Buelna de Culiacán y me compré unas preciosas hojas de maíz (enormes, como para tamales gigantes), también tres cuadros de piloncillo, unas aromáticas varitas de canela, frijol yorimuni y manteca de puerco. Harina de maíz ya tenía, lo mismo que clavo de olor y otros ingredientes, como para estar en condiciones de poner manos a la masa.
Mientras se cocía el frijol (sin sal) y trituraba el piloncillo, caí en cuenta que a este tipo de tamales en el norte de Sinaloa algunos los nombran como “tamales tatoyos”. Y por mis viajes a Sonora, que antes eran muy continuos, sé que también forman parte de los bocados dulces de su cocina. Dicho de otro modo, esta golosina, que yo sepa, no es exclusiva de Sinaloa, sino mayo y yaqui a la vez.
Y entre reflexión y córrele porque te pego, hice la pasta dulce de frijol (que resulta luego de moler los granos junto con dos cuadros de piloncillo, así como con canela y clavo de olor), preparé el jarabe para la masa (con caldo de frijol, un cuadro de piloncillo y rama de canela). Y así todo. Dale que dale.
A la harina de maíz le añadí la manteca de puerco bien acremada y un puñito de sal. Al ratito, poco a poco le fui incorporando el jarabe, al tiempo de amasar. Y en esto del amasado duré buen rato, hasta que logré la consistencia correcta. Y a formar los tamales, cuyas hojas de maíz ya estaban muy bien remojadas. Y que untando la masa en las hojas. Y que las cucharadas de pasta de maíz. Y que el amarrado. Y que la vaporera... Me puse una santa cansada, oiga, que -mientras cocían- fui y me tiré a un sofá. Pero cuando ya salieron: la gloria, el sabor de mamá, la pátina de la cocina de antaño.
Y fui muy feliz con mis tamales, de los cuales, por esto del sobrepeso y quítenmelos de enfrente, sólo me reservé tres y el resto fue a dar a la mesa de una de mis amistades, lo cual también me hizo tremendamente feliz, porque la comida -me enseñó mi madre- sabe mejor si la compartes. Y punto.