Sin dejar de...
Cuidadora irremediable. Desde niña fue muy consentida. Cuando murió su padre, ella cuidó a su madre hasta que se casó y pasó a encargarse de su propia casa sin dejar de estar al pendiente de la materna. Al poco tiempo, la felicidad fue mayor, se convirtió en madre, la mejor: amorosa, detallista y perfecta. El marido, los hijos, la casa, todos demandaban su cuidado, su sazón y su orden. Daba gusto visitarla y ver la bonita familia que había formado, sin dejar de apreciar su cocina que siempre parecía estar lista para una foto de revista.
La estufa lucía como si nunca la hubiera usado, nadie creería que allí se cocinada tres veces al día. Se olfateaba la limpieza. Pulcritud y blanca desinfección. Las plantas brillantes, abonadas y frondosas. Los cojines milimétricamente acomodados; el piso reluciente; el baño impecable con el dobladillo al final del rollo de papel que lo veías y dudabas en usarlo. Te servía un vaso de agua con una servilletita abajo; te ofrecía un trozo de pastel delicioso horneado por ella misma; las cortinas caían en un largo perfecto; el aroma te hacía cerrar los ojos para aspirarlo profundo y sin prisas...
Yo salía de allí y nada de eso se parecía a mi vida, mi vida tan caótica y desordenada. Nunca entendí qué le atrajo de mí para confiarme el cariño de su primogénita. Enterarme de su divorcio me cayó de sorpresa. ¿Cómo le pasó a ella? Fui a verla; sin dejar de presentir que la historia caramelo se venía abajo. Así fue, el orden se descuadraba. “Pasó lo impensable, me dejó. Me dejó ahora que más lo necesito. Yo que le di mis mejores años. ¿Por qué a mí?”.
Se refugió en su grupo de miercolitos. Alguien le dijo que este año se celebraba el quincuagésimo aniversario de Rosario Castellanos, que le haría bien leerla. Que ella hizo un trabajo importante que ninguna mujer, menos una mexicana, debería ignorar. Que era importante no aspirar a los altares pues son un sueño de opio. No entendió. Ese no era su camino, más no se dejaría vencer. Justo le llegaron las “tiernas alegrías”. Se había convertido en abuela. Antes de que se lo pidieran, ella se ofreció para cuidar a los nietos. Se esmeraría, más con las mujercitas, “necesitamos enseñarles los valores importantes”. No le daría entrada a la tristeza, de nuevo ya tenía a quien cuidar. Les enseñaría a hacer el parchwork, así no le dirían anticuada, les compartiría la receta del volteado de piña y el estrudel de manzana, les heredaría el camafeo que recuperó de la casa de empeño. Serían niñas buenas y hacendosas, no como las de ahora, que se ponen tangas y publican sus vidas. Así fue. Las niñas crecieron, se casaron y formaron buenos matrimonios con jóvenes bien avenidos. Me invitaron a las fiestas. Las abracé cerrando los ojos y deseándoles lo mejor “vivan sus vidas”, les dije al oído. Sentí alegría. Las vi disfrutar. Buena cena, lindo salón, regalos en línea...
Sin dejar de ser las que somos, ambas seguíamos igual: ella, cuidadora irremediable... yo, obligada a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, la muerta de cada velorio.
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