Recuerda Antonio López Sáenz sus Navidades
"El artista visual se transporta al pasado en una bella postal del Mazatlán de los años 40"
Una memoria prodigiosa, capaz de reproducir los detalles de un Nacimiento, los estampados de una tela tocada por sus manos infantiles hace más de 60 años o el sabor de la crema de ostiones que hacía su mamá para celebrar la llegada del Mesías, es la de Antonio López Sáenz, que comparte sus recuerdos de las Navidades del pasado.
“Las Navidades para mí eran entrañables, absolutamente familiares. Nací, viví y crecí hasta que fui un jovencito en la calle Libertad en Mazatlán, mis abuelos siempre vivieron en ese barrio, celebrábamos en casa, en familia. Cuando el Niño Dios nos daba los regalos nos dormíamos mis hermanos y yo, mis papás se iban a seguir la velada a casa de mi abuela, la mamá de mi madre, que estaba casi enfrente de la de nosotros, era una fiesta de adultos”, recuerda.
“Mi mamá tuvo tres hermanas, la única que se casó en la iglesia fue ella, porque su boda fue en 1925, mis tías se casaron en la época de Plutarco Elías Calles, que prohibió los cultos. Mis tías se casaron a escondidas, dicen que los sacerdotes llegaban vestidos de civil, también los monaguillos y todos los utensilios para la misa los llevaban en maletas, todo era en secreto”.
El Nacimiento
A Roberto Francisco López Lazcano, el padre de Antonio López Sáenz, además de ser beisbolista, electricista y muchas otras cosas, le gustaba diseñar el Nacimiento en su casa.
“A mi papá le encantaba poner el Nacimiento, que en aquella época se ponía entre el 20 y 22 de diciembre, nunca antes, porque primero son las posadas y ya que están los peregrinos instalados en Belén es que se montaba el lugar donde nacía el Niño Dios. Yo le ayudaba a mi papá a ponerlo, íbamos a la playa a recoger arena, conchitas, arbolitos secos que están a la orilla de mar, todo lo utilizábamos para la composición del Nacimiento, lo poníamos a los pies del Árbol de Navidad”, comparte.
“Todas las piezas eran de Tlaquepaque y cuando se rompían los volvía a comprar. A veces se hacían viajes de compras a Guadalajara y no faltaba una visita a Tlaquepaque para comprar las figuras de los Nacimientos. Recuerdo que una vez se quebró el ángel, que es el que anuncia la llegada del Mesías. Mi papá era hábil para trabajar con las manos, sabía de electricidad y le ponía al Árbol todos los foquitos, en ese tiempo nada era de plástico, él construía la casita con maderitas, el río y el lago los hacía con espejos. Creo que la vena artística la heredé de mi padre”.
De uno de sus muebles, López Sáenz sacó un pequeño Santa Clos y un borrego.
“Estas dos piezas son del Nacimiento de mi papá. En aquella época todos los muñequitos eran de barro o de sololoi, una resina que se usaba mucho, pero que desapareció del mercado porque en la Segunda Guerra Mundial se necesitaba mucho ese material”, afirma.
Las posadas
“A un lado de con mis papás vivía, en una casa muy amplia, una señora que se llamaba Nachita Benítez. Era una santa señora que, por su cuenta y sin ayuda oficial, tenía un orfanatorio, cuidaba entre 10 y 15 muchachos huérfanos, eran como sus hijos, ella los alimentaba y los educaba, les conseguía ropa, era como la Señorita Secante: alta, flaquita y muy bien conservada, todo lo hacía con donativos de la gente de Mazatlán”, señala.
“Los educaba muy bien, era muy estricta, los muchachos se salían de la casa cuando ya eran adultos y querían hacer su vida, regresaban a visitarla todos los que habían vivido ahí y venían con sus hijos y sus esposas. Ella fue como su mamá”.
Compartió que era una mujer muy religiosa y era la que organizaba las inolvidables posadas a las que asistió cuando era niño.
“Solamente invitaba a niños, niñas y adolescentes que vivían en el barrio, para iniciar rezábamos el Rosario, había piñata y procesión de los peregrinos pidiendo posada, regalaba dulces, colación, eran cacahuates, semillitas de anís cubiertas de azúcar de colores. Era la posada más tradicional a la que íbamos”, menciona.
“Durante los meses cercanos a la Navidad organizaba juegos de lotería, nos cobraban un cinco, o algo así, el dinero que recababa era para organizar la posada. Los muchachos que vivían en esa casa hacían la piñata, los rezos, letanías y villancicos. Venían escritos en los libritos que daban en las iglesias, nos encantaba esa posada”.
La cocina navideña
“Mi mamá era muy buena cocinera, confeccionaba el pavo, crema de ostiones o de champiñones, sopa de cebolla, espagueti con camarones, en ese entonces había muy buenos camarones, era una cena espléndida, el postre era pastel de frutas que solamente se hacía en temporada. Le salía buenísimo”, menciona.
“Mi mamá aprendió todas esas recetas en la casa de mi abuela y mis hermanas también se las aprendieron y sabían cocinar todos esos platillos. A los hombres no nos dejaban entrar a la cocina y por eso no aprendíamos a cocinar, después, por otra experiencia me di cuenta que cuando te educan el paladar con platillos deliciosos desarrollas intuición para cocinar, tu paladar te va guiando”.
Además de ser una gran cocinera, la madre de Antonio López Sáenz fue una excelente sastre. Su abuela, Guadalupe Castellanos, fue en los años 20 y 30 del siglo pasado costurera de Reinas del Carnaval y novias. En su taller había cantidad de cortes y telas estampadas.
Ahí, el pequeño Antonio se enamoró de las texturas, de los olores y del ambiente de ese taller.
“Mi mamá era sastre, era una excelente costurera, las enseñó mi abuela Guadalupe Castellanos, tuvimos una súper abuela, ella era como la Reina Victoria, una generala, había mucha disciplina en su casa. Eso es muy formativo para los niños”, dice.
“Por eso crecí en un taller de costura. Mi abuela era una de las costureras más conocidas de Mazatlán, todas mis tías tenían una especialidad, ella hizo muchos trajes de Reinas, mi abuela le hizo el vestido a mi tía Bertha Urrolagoitia, que fue Reina de Carnaval en los años 30. Su esposo, mi tío Manuel, era muy guapo, igual que ella. Era hija de mi tía Carmela y se fue a vivir con su esposo a la Ciudad de México, allá siguió cortando y cociendo, se dedicó a hacer ropa para hombres: trajes de baño, camisas, batas, hacían muchos accesorios, tuvieron una fábrica”.
En la capital de la República los amigos artistas de Antonio López Sáenz se convirtieron en su familia.
“Formé una familia alrededor de lo que quería, ser un artista, acabo de perder al último de esos grandes amigos, Humberto Urban Cervantes, el otro amigo cercano fue Rodolfo Morales, éramos inseparables los tres”, señala.
“De esas Navidades recuerdo que además de ir a misa visitaba el Nacimiento que el poeta Don Carlos Pellicer instalaba en su casa de las Lomas de Chapultepec, la familia de un amigo vivía al lado de su casa, era un espectáculo, porque ese Nacimiento lo narraba Don Carlos, amanecía, anochecía y aparecía la Luna y las estrellas, era un diorama de grandes dimensiones mientras en el tocadiscos se escuchaban villancicos. Cada año Carlos Pellicer hacía un soneto para el Nacimiento y su carta estaba abierta para todo el que quisiera visitar el Nacimiento”.
Las Navidades en un Convento Benedictino
A mediados de los años 60 del Siglo 20, Antonio López Sáenz se convirtió en novicio del Convento Benedictino de Santa María de la Resurrección de San Benito, que se encontraba en la Sierra de Cuernavaca, camino a Chalma.
“La tradición Benedictina era tan estricta, todo el ritual que definía la vida del monasterio se realizaba tal como lo decía San Benito que debería hacerse. La Natividad era una de las festividades más importantes de la vida monástica después de la celebración del nacimiento de San Benito, Semana Santa y Resurrección. Recibíamos visitas, comíamos, nos daban vino de consagrar, era una gran comilona”, comparte.
“Todo lo hacían los monjes que sabían cocinar, ahí descubrí que me gustaba mucho cocinar, porque entraba a colaborar con los hermanos cocineros. Las celebraciones iniciaban con una novena en la que orábamos, nos preparábamos espiritualmente para la llegada del Mesías, la víspera no dormíamos preparando los panes y la comida con los que agasajábamos a los que visitaban ese día el convento”.
Cuando salió del Monasterio la vida fue muy generosa con Antonio López Sáenz.
“Llegó la galerista Estela Chapiro a mi vida y se abrió mi mundo como artista, tuve que enfrentar con mi experiencia en el oficio y en la vida mi futuro y todavía tengo energía para platicar todo esto y sigo pintando”, comenta.
“La pintura es una necesidad para mí, es una pulsión, desde que era niño fue así, no podía explicar la satisfacción que sentía cuando lo hacía. Afortunadamente mis padres se dieron cuenta que eso era incurable y que tenían que mandarme a un lugar donde me guiaran por ese camino. Antonio Haas y la ‘Nana’ Ramírez fueron los que los convencieron de que me mandaran a estudiar a la Ciudad de México”.
Un día especial
Antonio López Sáenz recuerda uno de los días más felices de su vida.
“A los 16 años, yo era chambero en el muelle y mi jefe era mi papá. Todos los días me despedía de él cuando me iba a comer a la casa. Un día tomé la bicicleta y me puse frente a él, me despedí y me dijo: prepara tus cosas, ya no vas a volver, te vas a estudiar eso que quieres... de regreso a mi casa no podía manejar la bicicleta, tenía hambre de aprender, de visitar museos, de leer libros, de ir a exposiciones y de pintar, pintar, pintar”.