La plenitud maravillosa de los niños
Ser como los niños es un mandato de perfección que nos abre las puertas a la gloria, pues ellos son todo lo que pueden ser.
Plenitud manifiesta
La navidad gira en torno a la venida del niño Jesús, motivo de alegría en todo el orbe. Reflexionemos ahora un poco sobre los niños y festejemos más a quienes lo siguen siendo con canas o sin ellas.
Hay una cierta plenitud en los niños, durante un tiempo son todo lo que pueden ser y lo muestran. Todos son artistas y manifiestan su creatividad, improvisan y se divierten con cualquier cosa, se adaptan fácilmente a las situaciones sacándole el mejor partido, si llueve bailan y disfrutan el lodo. Gozan intensamente la vida.
Reconocen sus emociones, las manifiestan y luego las sueltan y a continuar con lo que hacían como si nada. Viven intensamente el momento presente, son muy intuitivos, entienden muy rápido, su curiosidad no tiene límites, socializan con suma facilidad, sonríen y juegan todo el tiempo, gritan, lloran, se pelean y a seguir jugando, toman en serio lo que hacen, pueden ser genios en alguna habilidad si la practican haciéndolo igual o mejor que los adultos.
¿Qué los hace tan plenos?
Todavía no tienen conciencia de que no saben y de que no pueden, por eso se atreven a todo, simplemente son ellos mismos, de ahí su autenticidad; así mismo su inocencia los hace tan atractivos, no entienden la mentira porque bien saben que hay que decir la verdad, pues el intelecto está naturalmente configurado para ella, todos violentamos la razón al mentir, pero el cuerpo no puede ocultarla, la manifiesta, aún los mentirosos profesionales.
Nunca aprendimos tantas cosas en tan poco tiempo, y además se quedan grabadas, los idiomas de niños se aprenden natural y fácilmente, a diario construyen nuevas redes neuronales en ambos hemisferios, por eso entienden de todo, además aprenden jugando y se divierten haciéndolo. Al entrar a primaria las cosas cambian volviéndose más serias, lo que en el Kínder era festejo ahora se vuelve competencia, su seriedad va apareciendo y con ellas las dificultades en la escuela surgiendo los defectos de la condición humana. La escuela potencializa unas cosas pero lamentablemente entorpece esa genialidad innata.
¿Qué va limitando esa potencialidad?
Cuando aterrizan barriendo el suelo unos metros al correr, si no hay un padre cercano, lloran, se levantan, se sacuden y siguen corriendo, si en ese momento la madre les consuela lloran de lástima. Aprenden por contagio.
Cuando empiezan a cuestionar y a preguntar los porqués de todo, los padres pueden impulsar esa mente filosófica y científica o detenerla matando su innata curiosidad e imaginación, justo la que nos ayuda a resolver problemas creativamente, nada menos ni nada más.
La falta de atención, sentirse rechazados o que no son lo suficientemente queridos ni importantes, los hiere profundamente. Su mirada limpia empieza a nublarse. Asimismo la contaminación con el mal moral los va ensombreciendo, la culpa y la vergüenza aparecen como manchas en la piel.
Aman sin condiciones
Los niños están hechos para amar y para darse, lo manifiestan continuamente regalándonos sonrisas, alegría, besos y abrazos. Si las plantas y los animales responden al cuidado y al afecto, cuanto más los niños. De hecho en ninguna persona nada puede suplir la falta de amor aunque se inventen mil sustitutos. La autoestima se gesta profundamente en la niñez, los padres pueden reforzarla para bien o para mal e ir formando una conciencia luminosa o nublada de sí mismo.
Confundir la propia identidad
Aquél niño negrito jugando en los columpios sus compañeros le gritaban burlonamente “negro, negro”, él sonreía ampliamente repitiéndolo, aún no asociaba ningún juicio a su identidad. Lo que nos va confundiendo es ir etiquetando esa identidad sagrada con cosas que no son, y empezar a creerlas. Antes de eso, la mirada de los niños es tan inefable y luminosa. Son lo que son y están muy contentos con ello. Aunque se crean que son Superman jugando e imitando lo que ven.
Quizás por eso gozan tanto, aunque manifiestan su ego, se pelean y compiten, su identidad no está aún manchada por los constantes juicios y críticas a sí mismo que aparecerán después por lo que oyen y ven de sus padres y cercanos. Esa etiqueta de identidad que cada uno se pone a sí mismo es una de las causas más grandes del sufrimiento. Los “por qué me hiciste eso a mí”, “me dijiste algo feo”, “no puedo”, “no puedo perdonarte” y cosas por el estilo duelen más en la medida del ego herido que las ofensas recibidas.
Justo cuando vamos detectando esas falsas identidades manifestadas en creencias y en juicios vamos tomando distancia con nosotros mismos, por ese espacio podemos ver pasar las “ofensas” como el viento que puede sacudirnos pero no tirarnos y si caemos nos levantamos, lloramos, sonreímos y a seguir corriendo.
La sencillez, la mirada limpia, la sonrisa franca, el afecto desinteresado, valen más que las propiedades y los títulos. Por eso hay tanta confusión.