La pithaya, un regalo al paladar que nutre al espíritu
Porque así fueron las cosas, el pasado fin de semana me dispuse a conseguir pithayas a como diera lugar, propósito que logré a través de una doña culichi que anunció la venta del fruto por redes sociales. No siendo suficiente, inspirado en la pasión que la chef Delia Moraila le tiene a la cocina regional, me dispuse a recrear una de sus recetas, justamente la del panqué de pithaya, aunque yo no usé harina de maíz, sino de almendras, entre otras diferencias en cuanto a los ingredientes.
Pero independientemente de las harinas, de la cantidad de huevos y de la madre que la parió, la sabrosura de la pithaya se deslizó desde el paladar hasta lo recóndito de mi espíritu. Y fui muy feliz.
Quisiera decirle, y le digo, que hacía mucho no degustaba un bizcocho tan tierno, húmedo y con una textura tan espectacular (y no porque lo haya horneado yo), sino debido al uso de la carne rubí de la pithaya, proveyéndole una suavidad fresca y acuosa que me llenó de emoción; y entonces, solamente entonces, quizá pude comprender por qué para nuestros antepasados sinaloenses y sonorenses era una fruta de veneración, en torno a la cual hacían una fiesta especial, además de estar íntimamente ligada a su dieta alimenticia, tanto como el maíz, el frijol, los chiles y las calabazas.
El gusto por la pithaya quedó consignado en el libro “Historia de los triunfos de nuestra Santa Fe entre las gentes más bárbaras y fieras del nuevo orden”, del religioso jesuita Andrés Pérez de Ribas.
Y pues me entero que están a punto de lanzar un documental bajo el título “A qué sabe Sinaloa”, con la participación de ocho reconocidos chefs sinaloenses, lo cual me parece muy bien, porque suena fantástico que se puedan publicitar los sabores, los aromas y las texturas de nuestra gastronomía. Y al calor de este ejercicio culinario, fue que me nació reflexionar en torno a los platillos de nuestros días, gourmets o no, para concluir que existe un gran vacío, quizá involuntario.
¿A qué me refiero? Pues que también podría generarse una serie que podría llamarse “A qué no sabe Sinaloa”, tocante a productos y platillos que han quedado en desuso, o productos que ahora asumimos con un aire exótico, como la pithaya, que, cuando la consumimos directa y sin cremita, es decir, fresca, sin someterse a un solo proceso, nos sabe a rancho, a monte, a calores y a lluvias.
Pero más que la provocación de una nostalgia montaraz, es para que la pithaya (tan nuestra, tan histórica y tan riquísima) ya hubiera evolucionado más allá de las paletas de San Ignacio y se sirviera a manera de mousse, por ejemplo, amén de toda la gama de repostería en que podría ser utilizada.
Pero: exacto: a qué no sabe Sinaloa: a pithaya. No en el nivel que debiera, fuera de los esfuerzos hasta folklóricos que hacen varios -bien intencionados- como Delia Moraila y el cronista Juan Ramón Manjarrez, para ponerla frente a las narices de las nuevas generaciones. Además de esta fruta, allí está la harina de apoma, con la que he visto que preparan galletas, tortillas, café, albóndigas y bizcochos. Y también el mezquite. Y la gallina pinta. Y los noxcones. Y los quelites. Y los guamúchiles. Y el tejuino. Y las nanchis. Y la uvalama. Todo esto y mucho más. Pero mucho, ya no sabe a Sinaloa.
Que ningún mal intencionado quiera ver, entre líneas, un mal rollo respecto al proyecto “A qué sabe Sinaloa”, que yo califico de genial y que además me ha incitado a esto, por lo que lo veo como un primer round para que, luego, en un segundo, nos permitiera incluir más sabores al menú. Y punto.