El Octavo Día: Maestro, profesor, preceptor, guía y cómplice.
"Columna cultural"
El verdadero maestro no es solo un bastión, sino un rompeolas ante la marea humana de sus alumnos jóvenes, turbamulta de sueños vivos, jauría de hormonas buscando dónde afianzarse y para la que el profesor es el guía que trata de dominar sus ansias de rebeldía. Paciencia, firmeza, amor y pantalones.
A esos anónimos misioneros del magisterio, enfrentados a la disciplina diaria y la educación continua y contenido, va nuestro reconocimiento y abrazo fraternal esta semana en su día.
Me siento impostor cuando me llaman maestro, aunque me he dedicado de diferentes formas a la enseñanza y por variados momentos.
Más bien he sido instructor, tallerista o profesor en diplomados, pero nunca había estado más de un semestre seguido en una escuela, tal como hacen los auténticos profesionales y apóstoles del aula.
Pero a mucho orgullo, mi bautizo de fuego se dio en las calles. Fui alfabetizador a los 14 años, en una modalidad de clases dadas por una radionovela y, a partir de ahí, entré a la farándula de la vida cultural mazatleca. Ahí conocí a Sandra Jaime y Guadalupe Veneranda, por mencionar solo a dos compañeros, quienes han seguido sin claudicar su apostolado en las aulas y la vida.
El sociólogo Leo Díaz fue mi primer jefe ahí, en el INEA.
Mis alumnos eran adultos de colonias emergentes, entre ellas la Pancho Villa y luego en la Venustiano Carranza. En el verano se volvían lodazales inexpugnables, tenebrosos en la noche.
No todos los escritores han sido buenos maestros. Son vocaciones muy diferentes. Como me dijo alguien, un enfermo no es buen médico y un perro nunca será veterinario, aunque conozca bien el tema. Tiene que impartirlo alguien con una formación distinta
Uno de los escritores con ma-yor trayectoria académica y gran escándalo social fue Fray Luis de León, quien ocupó la cátedra de filosofía moral, en Salamanca, y enfrentó un largo proceso por la acusación de haber traducido textos religiosos a lengua vulgar, o sea, castellano, acusación totalmente cierta. Gracias a ese atrevimiento, podemos acercarnos con orgullo a su lira, henchida con la fervorosa traducción de El cantar de los cantares. También fue maestro de un futuro santo: San Juan de la Cruz.
Pero su anécdota más comentada ocurrió en el aula, a su regreso de cinco años de una suspensión que incluyó el calabozo, saludando a su clase con una frase tranquila, hoy emblemática: “Decíamos ayer”. Desde el momento de su muerte hasta la fecha, su aula se ha mantenido intacta.
Existen escritores que en el aula fueron docentes bastante peculiares. Hay testimonios de que Juan José Arreola, al impartir en la UNAM, la materia de literatura Medieval, convirtió a sus alumnos en expertos de dos temas muy amplios y plenos de ramificaciones: la historia de Zapotlán El Grande y la historia de Juan José Arreola.
Cuando un alumno le exigió que retomara el programa, Arreola le aconsejó remitirse a los libros, que él solo iba ahí a transmitir una pasión. ¿Será esa la verdadera y secreta obligación del docente?
Hay un excelente poeta español poco atendido, Pedro Salinas, quien fue un gran profesor y excelente poeta. Por más de 30 años trabajó en las aulas y agradecía esa estrecha convivencia con la lengua española. Se dice que mientras impartía su cátedra, comenzaba a elevarse, conforme iluminaba el recinto con conceptos y revelaciones, poseído por un ferviente amor a su apostolado.
“Enseñar literatura ha sido siempre, para mí, buscar en las palabras de un autor la palpitación psíquica, que me las entrega encendidas a través de los siglos: el espíritu de su letra”. (Lo dijo en su libro Defensa del lenguaje).