EL OCTAVO DÍA: Ciencia, locura y letras
"Columna semanal"
El pitagórico universo de la ciencia no siempre fue tan racional y aséptico como hoy lo vemos.
La edad dorada de los científicos locos, leí en una Historia del Conocimiento, fue del Siglo 18 al 19, arañando parte del 20.
Toda ciudad del mundo que tuviese una universidad y una gran biblioteca a mano contaba con uno o varios profesores obsesionados en alguna panacea electromagnética, astronómica, fisiológica -o de plano alquímica, tal como demuestran los apuntes del propio Newton-.
En Europa y sus ciudades más cultas, estos personajes llegaron a formar legión y competencia mutua; lo mismo dirigían universidades que mandaban desenterrar cadáveres, colocaban una peligrosa llave al final de una cometa o convencían a condenados a muerte de probar un dudoso medicamento antes de ir al cadalso.
Muchos de esos científicos chiflados reales dieron en el blanco de manera errónea, como Luigi Galvani, quien descubrió el galvanismo, mientras diseccionaba una rana y por equivocación, nombró al fenómeno “electricidad animal”, hallazgo que generó productos tan dispares como la idea de Frankenstein o los sueños inalámbricos del hoy rehabilitado Nicolás Tesla.
El siglo de las luces no estuvo exento de relámpagos y chispazos.
La literatura y el cine hicieron gala de estos excéntricos individuos y fue una manera cómoda de armar una trama.
Julio Verne trataba a las científicos con respeto y los ponía como jefe o al menos guía moral de alguna aventura. H. G. Welles, en cambio, prefería hacer a esos personajes seres muy solitarios, atrapados en su taza de te con pipa y chimenea inglesa: véase El hombre invisible, La máquina del tiempo o el Ogilvy de La guerra de los mundos.
H. G. Wells, de quien se dice que Verne lo acusó de mentir, quizá por lo desabrido de sus ficciones, ambientaba todo en el campo vecino a Londres y nos ponía de inmediato la reacción de los pobladores campiranos de su época... aunque fuera Europa, recordemos que allá también existe gente sencilla e ingenua.
Por su caso, el francés siempre puso en sus tramas al científico en geografías exóticas, con una troupee de personajes contrastantes, sin demasiados conflictos melodramáticos, que nos ganaron su simpatía, tal como el cine de matinee.
Una de las obras más perdurables de Arthur Conan Doyle, El mundo perdido, abrevó de toda la impronta de Verne al mandar a sus personajes a una Venezuela amazónica, donde el profesor Challenger nos lo explica todo y de repente cae gordo.
El mundo perdido fue su única novela famosa sin su odiado Sherlock Holmes, otra versión policial del sabio excéntrico y hoy nos llegó como Jurassic Park.
No es que quiera decir que Verne sea mejor que Wells: sus personajes padecen de un chabacano aire de Indiana Jones o remiten a los descubridores de la isla de King Kong o una película de El Santo. ¿Se acuerdan del viejito sabio, el héroe golpeador, la chica guapa, el ayudante cómico y un monstruo salvaje, por no hablar del traidor que se aparece casi al final?
Julio Verne quiso forjar con sus manos, a una tragicomedia humana masiva como los otros grandes novelistas que fueron Balzac, Dostoievski o Dickens, pero fincó la divulgación de la ciencia.
Cada cierto tiempo, la industria editorial exige o cumple la presencia de un escritor capaz de hacer la divulgación de la ciencia una aventura y aún no vemos un nuevo Asimov o Bradbury capaz de repetir el milagro de Julio Verne: por eso aún sigue vigente y viviente y, su lugar, un poco vacante.
En vez de un gran Verne, hoy contamos con demasiados Salgaris y Perez-Reverte.