Doña Refugio regresa
Otra vez me la encontré en el banco. Alguien —su hijo, supongo— le apoyaba el brazo para ayudarla a caminar. Sí, era ella. Por un momento dudé, su cabeza estaba envuelta por un pañuelo que no dejaba ver sus canas; igual y ya no tenía ¿se habría quedado calva? Hice mi cálculo, las matemáticas no fallan, debía tener ochenta y dos años. La última discusión que escuché fue cuando la llamó su contador y le dijo que no había de otra, que debían darse de alta en hacienda. Ella, que no confía en nadie que quiera tocar su dinero, accedió pues amenazaron con “requerirla”. Decía que a ella nadie la requería desde que su marido la dejó por otra y juró no volver a requerirse por nadie nunca. Hacienda pasaba a ser un ente tan desconfiable como el huidizo susodicho.
No quise saludarla pues no llevaba muy buen talante, pero pretexté cualquier asunto para quedarme cerquita de ella y no perder detalle. Discutía con el ejecutivo. El pobre empleado no encontraba palabras para explicarle que si no bajaba la app SuperMóvil ya no podría hacer ningún movimiento bancario y que corría el riesgo de perder hasta sus ahorros y el apoyo Bienestar, que el token net ya estaba fuera de línea y que debía renovar su firma electrónica y sus huellas para comprobar que seguía siendo ella y nadie más que ella. El joven hablaba y hablaba y, por la temblorina que noté en su mano —en la de ella, claro— supuse que estaba a punto de darle un soponcio. Su hijo, que le sobaba el hombro, le susurraba que no había problema, que el dinero estaba seguro en el banco. “Tan seguro estará que ahora no saben si yo soy yo. Tu padre, el muy cínico, bien que sabía alegar que él no era él, habiéndolo visto yo con mis propios ojos sin necesidad de que nadie me comprobara nada”.
La retahíla apenas empezaba. Pese a la súplica de su hijo, doña Refugio vacío su acongojado pecho ante los ojos desorbitados del empleado bancario. Le dijo que ahora ni al restaurante podía ir sola porque le daban un cuadrito que no sabía leer. Que qué puntada era esa de meter el menú a un cuadro de puntos negros que llamaban QR y que parecía que todos manejaban a la perfección dejándola a ella fuera de la jugada. Que entonces para qué se la pasaban sacando cirugías de embellecimiento y tanta tarugada anti-edad si una vez que pasaras los setenta parecía que la única alegría de la vida era que te llegara la ayuda del gobierno y que además sabía que a muchos viejos se la quitaban los hijos. Hablaba y hablaba y yo nomás quería abrazarla. Quería decirle que no sólo les pasaba a los de setenta, que a mis colegas les acababan de dar un curso que nadie entendió para explicarles cómo llenar los formularios para los exámenes, y que los estudiantes que fueron millennials ahora les decían a los de la generación z que no usaran pantalones a la cadera porque deforman el cuerpo y éstos no entendían ni de qué les hablaban. Doña Refugio salió del banco un poco más anciana y con sus documentos en un sobre, ni el acta de nacimiento le sirvió para probar que ella sí era ella; le dijeron que luego de tres meses ésta debía renovarse.
Salí del banco con la misma congoja que doña Refugio. Recordé que mi madre estaba más o menos por la misma y que si la divina providencia era benévola pronto yo me encontraría ante aparatos y sistemas desconocidos. Sí, se ha aumentado la esperanza de vida, pero una vez que cruzas los cuarenta empiezas a entrar al abismo virtual, a una realidad en la que cada vez encajas menos. Escribo esta nota y escucho a una septuagenaria decir: “mi hijo me dijo: si no te vacunas no puedes ver a mis hijos. ¡Ah!, favor que me haces, hace mucho que ellos dejaron de verme a mí”.
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