Conmueve la partida... de Ajedrez en la Muestra Local de Teatro
Con aplausos de pie, el público reconoce el trabajo de la obra de Ramón Gómez ‘Polo’
Un fondo negro. Dos bancos negros reposan sobre una negra mesa. Dos actores, vestidos de negro, entran al escenario. Re-acomodan las piezas: la silla negra; un dinosaurio de juguete; los bancos... El Ajedrez.
Es la obra conocida del dramaturgo y director Ramón Gómez “Polo”, que repuso este martes en el segundo día de la Muestra Local de Teatro, en punto de las 19:00, en Casa Haas.
Con la tercera llamada comenzó la partida. Por un lado está el padre que no encuentra cómo educar a su hijo, por el otro, un hijo que no encuentra cómo ser educado.
En el tablero la dama-madre yace muerta, deben resolver esta partida solos, padre, e hijo: peón, y rey. El hijo es interpretado por Alejandro Careaga, el padre por Ramón Gómez “Polo”, quien establece su estrategia: mueve peones primero, como queriendo ganar terreno con su perfeccionamiento.
Incita a su hijo a seguir el camino del éxito: que haga lo que quiera, pero lo haga siendo el mejor. El hijo es escuchado y se siente querido, porque el padre lo acompaña en su primer todo. Su primer amor, su primera pérdida, su primera gran desilusión.
El hijo escoge otra estrategia y mueve el caballo: se mete a solfeo, violín y guitarra, lee la Ilíada 7 veces ya los 10 años ya es cinta negra de karate. Cuando gana, vomita, pero esa es otra historia, lo importante es que termina en ballet para conquistar a una chica.
La exigencia del padre, invisible para él hasta entonces, surge cual retoño de mármol: los sacrificios que el hijo hacía de niño con gusto para sorprenderlo, se volvió sólido resentimiento. Y las piezas del tablero se caen.
Las conversaciones quedan quietas y el tablero inerte. Cada intento de entenderse es un conflicto. Si el padre se acerca, el hijo se ofende. Cuando el padre aleja sus piezas, el hijo lastima. Si el hijo acerca de un peón, el padre se justifica. Cuando el hijo se aleja, el padre siente que pierde la partida. La siente tanto que manifiesta en sus sueños ese frío temor. Ese temblor involuntario en las piernas que presagia una pérdida, como los cuatro segundos sin aire en que un hijo se escapa de nuestra vista.
Más temprano que tarde, rey y peón se cansan de jugar la partida contraria. Pareciera que ambos quieren perder, para que se acabe el ajedrez. Un juego tan en serio no es muy divertido. El padre se cansa de acomodar las piezas a su hijo y que éste desaproveche la ventaja, mientras que al hijo le da igual ganar o perder, sólo quiere jugar.
Crecer es el duro mármol del resentimiento. Padre e hijo lo quieren mameluco para que ya no pese. Lo buscan romper con dos bocas que gritan, pero ninguno de los cuatro oídos escucha. Y las piezas del tablero se caen... como se caen las estrategias de crianza, piezas difuntas en la mesa que ya no juegan, como se caen las expectativas y los sueños del padre por ver a su hijo exitoso, que reposan en el mismo lugar que la madre, dama-inmóvil.
Así transcurre Ajedrez hasta el olvido final, cuando el padre pierde todo, menos el nombre del hijo y su esposa; y el hijo gana todo, menos la partida de su padre.
No por nada el público aplaudió al final de pie ante un Ramón conmovido, que llamó al aplauso inmerecido, para decirle después a su hijo presente que lo amaba. Y sacar el borboteo del llanto en más de uno, algo así, son puertas que el teatro abre, pero no siempre cierra.