Abandonar la tierra

María Julia Hidalgo
06 diciembre 2024

La guerra nos paraliza... nos toca de muchas formas. No puedes ser indiferente ante el agravio. Aquí y allá, en la ciudad y en la sierra, en silencio o vociferando, todos la estamos padeciendo. A grandes penas, grandes faenas, sí, pero hay quienes somos cobardes y enmudecemos; rondamos en un vacío reprochable.

Divagamos entre naderías, enloquecemos un poco y derrochamos palabras ante tanto absurdo, ante tal impronta de muerte... “Esta mañana Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”, dice Kafka en su diario de 1914.

Sin duda el mundo no se detiene porque un tipo esté nadando, pero el nadador sí puede cambiar su mundo según dónde decida estar... Irse o quedarse, hacer frente o buscar otro mundo.

“Esta ya no es mi tierra, esto es la guerra y no hay que acostumbrarse a eso. Somos seres andantes. Hay que caminar y buscar la vida”, me dijo un amigo. Mi escenario quedó entre el pavor de las balas.

Recordé la idea contraria que alguien más dijo hace años. Un expatriado científico rechazó la propuesta de permanecer fuera de su país pues a éste le debía lo que era y lo que había logrado. “¿Te parece buena idea no regresar a la tierra y hacer algo por tu país? No estamos condenados a la ignorancia”, él regresó y ahora enseña a otros lo aprendido, sobre todo a amar el lugar, ese que se construye con el esfuerzo de todos los que allí nacen.

Concuerdo. Hemos caminado y nos hemos asentado. Nos arraigamos, amamos el suelo. Le escribimos canciones, la bailamos, hacemos cuentos, leyendas y encontramos poesía. Cultivamos la tierra, pescamos en sus mares. Cocinamos la cosecha, heredamos las recetas, añoramos los sabores... los recreamos en la ausencia. Detectamos el acento, el tono, el ritmo, la sintaxis; nos reconocemos entre dichos. Hablamos la lengua, nos entendemos con palabras cortadas, sabemos de miradas, de gestos, del esfuerzo, del empuje, de batallas; nos duelen las mismas cosas.

Sin darnos cuenta nos comprometemos, hacemos comunidad, anhelamos y construimos bienestar. Dejamos de ser nómadas cuando sentimos un sitio; nos quedamos, hacemos vida. De pronto algo surge en el ambiente o en el ser profundo; algo se descompone afuera o nos inquieta desde adentro... decidimos partir, emigrar a un mejor lugar, ese que otros han construido y con el cual nos identificamos. Me aseguro, me protejo, me aligero y me sumo en ese mundo. Otros se quedan porque creen que luchar desde el propio lugar es también construir un mundo, ese que aprendieron a amar, esa tierra que amas y que odias por sus opuestos y contrariedades.

¿A dónde iría que el agravio no me alcance?, ¿a quién le dejo el lugar que me arrebatan? Ser extranjero en tierra propia requiere de valor y de principios mayores. Hacemos conjuros contra el olvido. Los pueblos se pueden, o los pueden vaciar, pero siempre habrá quien frustrado o satisfecho se quede para retener la identidad, quizás hecha de tedio o resignación, de alegrías y festines.

Mujeres, niños y ancianos que pasarán a otros las costumbres y el sentir comunitario. Personajes que escribirán otra historia, esa que reivindique a quienes vienen detrás. Contarán las hazañas, resurgirá el espíritu desenfadado y bravucón. Nuevos mitos y personajes... Qué tan lejos y qué tan cerca podemos estar, a fin de cuentas habitamos un lugar que en materia de economía y de cultura todos somos fronterizos, todos somos ya extranjeros, el reto es construir en ese lugar del mundo.

¿Ciudadanos del mundo?, sí, quizás ya pertenecemos a uno. Quizás también sólo somos esos amorosos de Sabines que no encuentran, buscan. Quizás como Kafka, decidimos seguir nadando... Puede que el nado nos regrese algún día a la tierra, esa a la que siempre, según cuenta la historia, llegamos a la edad de querer regresar.

PD, con esta historia de la tierra, y a punto de terminar este año, celebro contigo mis 700 notas en el @Noroeste.

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