A todas las Violetas
Violeta hace de todo: atiende su casa, a su esposo. Tiene una hija en preescolar —por las tardes la lleva a natación— trabaja —hace hora y media para transportarse—, tiene un perro que saca a pasear por las mañanas, amigos, familia, ex compañeros que recién contactó en el facebook, va al gimnasio, se tiñe el cabello... y pese a todo, siente que está perdiendo el tiempo; está agobiada. Se dice que no tiene por qué estarlo, que es muy afortunada. Sigue preparándose para la maestría; si la cursa conseguirá un mejor empleo. Quiere darle mejores cosas a su hija. No se da tregua. Enciende la radio: “Tú puedes”. “Ánimo”. Dice el locutor; pareciera que le habla a ella.
No sólo la radio le habla a Violeta, también la televisión, la prensa digital, la impresa, las alertas del celular. Todos le dicen: compra, prueba, ponte, aprovecha, disfruta, haz, come... ¡Conéctate! El aviso no es sólo para ella, es para todos los que vivimos en esta abrasiva sociedad de consumo. Un asedio diario que cada vez se vuelve más insoportable. A quién le importa el silencio. El ruido hace lo suyo por todos los frentes; desarticula cualquier idea que se empieza a gestar en la cabeza.
En la calle, el paisaje no ofrece inspiración. No hay espacio limpio. Los espectaculares se imponen sobre los árboles; refuerzan lo escuchado por todos lados. Anuncios en las bardas. Autobuses con gigantescas tentaciones que no puede dejar pasar. Los carteles del candidato olvidado continúan pendidos y deshechos; muestran la desdibujada sonrisa en una imagen diluida por la lluvia. Violeta camina y observa. Ve deambular cuerpos; todos cubiertos de marcas —las buenas, claro—: playeras, pantalones, gorras, zapatos, celulares... Se ve a sí misma, ella también esa mañana salió con su bolsa LV. ¿Cuánto ganaría cada uno si cobrara regalías?
No hay tregua. No hay espacio libre. Abre el refrigerador y la naranja sonriente en el tetrabrik espera que sea sana y que beba su jugo. En la regadera, el envase del champú le promete que recuperará el brillo y la vitalidad del cabello —recuerda el precio y espera que así sea. Antes de dormir entra de puntitas a la recámara de su hija; los juguetes le sonríen por todos lados. Al salir, ve los globos que ambas pintaron en la pared. Se entristece pensando que ya no hay tiempo para eso. La vida es más seria y llena de compromisos; muchas cosas por pagar. Violeta se duerme sin relajarse. El ruido del despertador con luz digital en la pared, le anuncia muy temprano que hay que seguir.
¿Seguir el ritmo? Eso lo empezó a dudar, Violeta, cuando una tarde su auto se averió y sin remedio tuvo que entrar a una librería que quedaba enfrente; la lluvia no cesaba y su casa estaba lejos. Quiso comunicarse por celular, pero no hubo señal —en realidad olvidó pagar su plan—. En la espera, agradeció no poderse comunicar. Simuló buscar un libro, pero apenas vio un sillón y se dejó caer; estaba exhausta. La vista a la calle era espectacular. La librería era de tres niveles y su fachada de cristal mostraba en un solo bloque todo su frente. ¡Qué vista! Estaba lleno de árboles enormes y la lluvia hacía que las hojas cayeran. Volteó a su alrededor y lo único que había eran libros y silencio. En otro sillón vio a un joven leyendo; estaba absorto, imperturbable en una fantástica historia. Entre más pasaban los minutos, más cómoda se sentía; a su vez culpable de descubrir que ni en su propia casa había experimentado esa paz.
Contemplaba el paisaje cuando algo grotesco rompió esa calma. Era un carro refresquero; se estacionó y empezó el ajetreo del descargue; botellas iban y venían. Agradeció estar del otro lado, aunque fuera sólo por un momento. Vio en el joven repartidor su propia vida. Camino a casa, Violeta recordó la frase que leyó minutos antes: “Es necesario acallar todas las voces para escuchar los propios pasos”. Hacía tiempo que no escuchaba los suyos.
Relato publicado en el libro Raíces perdidas
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