Ya no tenemos palabras

María Rivera
09 noviembre 2019

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SinEmbargo.MX

La verdad es que ya no tenemos palabras, ya no nos alcanza el lenguaje para consignar el horror, las atrocidades que pasan en este país, que han venido pasando desde hace más de una década. Las tragedias se siguen sucediendo, la violencia y el horror creciendo, imparable. Cada vez registramos una nueva masacre más cruel e impensable. Si pensábamos que el horror de San Fernando y sus brechas era inenarrable, nos enteramos de la masacre de Allende, si pensábamos que no tenía posibilidad de ir más allá, llegó la noche de Iguala. Así, sucesivamente, México se ha despeñado en la barbarie. Pero hay que detenerse, radical y totalmente, silenciar el ruido político en el que estamos inmersos y que el Presidente de la República alienta cada mañana, los medios lo amplifican, la gente replica.

Muchos votamos para detener este horror, para parar el baño de sangre. Muchos fuimos a esa casilla con la esperanza de que la izquierda lo haría, terminaría la larga noche en que hemos vivido estos años amargos. Tras todas las decepciones que ha tenido este gobierno para votantes como yo, hoy me queda una esperanza, un deseo, una exigencia. Solamente una: detenga este baño de sangre, señor Presidente. Solo le pedimos que detenga este horror, que los mexicanos puedan acceder a la verdad y la justicia, se pueda desmontar el narcoestado que es el que posibilita esta epidemia, permite que la delincuencia organizada prospere, permitió que 43 estudiantes desaparecieran, que pasajeros de camiones fueran asesinados, que mujeres acaben en canales, que niñas sean víctimas de redes de trata.

Sí, señor Presidente, tiene usted razón: es la corrupción. Es la corrupción de las autoridades que permiten que grupos criminales desaparezcan y asesinen personas. Ya llevamos muchos años en esto: ya lo sabemos, lo saben todos: los policías que no los detienen, los jueces que no los consignan, los vecinos que los ven y no los denuncian, la gente que deja pasar la barbarie como anécdota, o ya no dice nada. El cáncer está en todos, México está enfermo, yo estoy enferma, señor López Obrador, todos están enfermos aunque no lo sepan siquiera. Somos parte del cuerpo del horror, somos su hígado o su estómago o su mano. Estamos heridos y enfermos. La vida en nuestro país se ha convertido en una nota roja continua: estadísticas del mal que nos recorre como país y que podemos obviar mientras no nos toque a nosotros su mano helada.

Hoy le ha tocado, nuevamente, a la familia LeBarón, señor López Obrador, en un horror inhumano, barbárico. A los sobrevivientes de la guerra calderonista, que se opusieron a la extorsión y al terror. Calcinaron una madre y a sus hijos, dos bebés de brazos entre ellos. Iban en una caravana y las atacaron, las balacearon, mataron a otros niños, otros sobrevivieron al horror de ver como mataban a sus madres. Niños huyendo con niños heridos de bala. Su familia pasando por la tragedia de verlos carbonizados.

Hay que detenerse, decía, en medio de las lágrimas. Hay que detener nuestra vida como país cuando esto pasa. Hay que exigirle a la Gobernadora de Sonora que nos diga qué ocurrió, quiénes son los asesinos y por qué atacaron a mujeres y niños inermes, cómo pudo ocurrir esta tragedia. Hay que desnaturalizar las respuestas, para desnaturalizar el horror. No, no son suficientes los “esto pasa” “era un lugar tomado por el crimen organizado” “probablemente se confundieron” “en ese lugar hay cientos de cuerpos, eran las narcofosas”, “estaban en lugar equivocado”.

Esas no son respuestas, nunca lo fueron y no pueden volver a serlo, nunca más. Porque entonces el país, nuestro país, nunca volverá a ser realmente nuestro, sino de quienes tienen tomadas colonias, pueblos, ciudades: tienen la vida, nuestra vida, en sus manos. Esto no pasa, no, como si nada. Tampoco el asesinato y la desaparición de cada uno de los mexicanos: los que no tienen nombre ni rostro, son huesos, quijadas, cráneos solamente entre la tierra, entre la arena del desierto, en Puerto Peñasco, en Colinas de Santa Fe ¿quiénes eran y quién los mató, señor Presidente y por qué? ¿quién los mató señora Gobernadora Pavlovich? ¿quién los mató Gobernador García Jiménez?

Queremos saberlo, queremos que se detenga, juzgue y se castigue a los culpables, que sicarios no amenacen a madres que buscan entre la tierra, como acaba de ocurrir también en Sonora. Deberían hacerlo las fiscalías, no las madres: para eso les pagamos y para eso exigimos que use el presupuesto: para acabar con la corrupción de autoridades municipales, estatales y federales. Son nuestras autoridades políticas, todas, las que nos han fallado. Estamos cansados de llorar escuchando las noticias, estamos fatalmente heridos cuando matan a niños y a mujeres, cuando escuchamos el relato más allá de las palabras que con valentía insospechada sostienen familiares de las víctimas, rescatan la dignidad de este país que parece estar sordo, en medio de la tragedia.

Qué tristes y apabullantes semanas han sido estas: recordamos que vivimos en medio de una guerra. Una guerra que no se acaba por decreto, ni con abrazos, ni con dinero regalado, ni con discursos, ni con campañas, ni con las elecciones.

Hay que detenerse, decía. Porque detrás de la guerra mediática, de la guerra en las redes sociales, entre seguidores y detractores del gobierno, sucede la verdadera guerra, la que nos está matando. Afuera, en los caminos, los ranchos, los pueblos, las ciudades. Una guerra cruenta y silenciosa por normalizada: sí, ya no tenemos palabras donde mexicanos siguen cayendo asesinados o desaparecidos, como si fuera natural caer, como si fuera natural desaparecer, desvanecerse.

No, no es natural, hay que repetirlo: no es natural y es una terrible tragedia.
Si no lo hacemos, nuestro infierno, la enfermedad que nos corroe se agravará hasta carcomer lo poco de sano que nos queda donde matan a niños, madres, los calcinan vivos.
Esto pasó en Sonora, en México, como todos saben, porque los pueblos y los caminos están tomados por grupos delincuenciales, porque pueden hacerlo, porque las autoridades y el Estado lo han permitido.

Hay que repetirlo en medio de nuestras lágrimas.