Vasijas de barro
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La pandemia nos recuerda con insistencia la fugacidad y fragilidad de la vida. ¿Qué sentido tiene dejarse llevar por el orgullo, soberbia, avaricia y presunción si la muerte todo lo empareja? Ricos y pobres, cultos e iletrados, sabios e ignorantes, rancheros y civilizados, a todos nos ajusta la muerte con el mismo rasero.
Nuestra grandeza no estriba en la nobleza, alcurnia, linaje o riqueza. Somos frágiles vasijas de barro modeladas por las manos del más genial artífice, quien depositó en nuestra débil consistencia un infinito tesoro de amor, como dijo Pablo:
“Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros. Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos” (2 Co 4, 7-9).
La fragilidad de nuestra vasija resiente los embates de la muerte, pero es el contenido lo que importa en este fugaz recipiente. No se necesita una caja fuerte ni un refugio de acero para custodiar el tesoro guardado en esta débil vasija, porque el amor nunca puede ser robado.
Es cierto que cuando la vasija de un ser querido se quiebra, sentimos que la nuestra también se despedaza. Sin embargo, debemos tener firme la esperanza de que el amor no se rompe ni se corrompe: “el amor no pasará jamás” (1 Co 13,8).
Nuestro valor no está en el material de que estamos hechos, pues es demasiado frágil y quebradizo. Lo importante es el contenido de nuestra vasija, no su apariencia, textura, color, estatura o grosor. Muy claramente lo expresó San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida seremos examinados en el amor”.
¿De qué lleno mi vasija: de amor, odio, ira, venganza o rencor?