Uvas verdes

Juan Villoro
06 mayo 2022

De manera premonitoria, en 2021 Danubio Torres Fierro tituló su último libro como Fin de ciclo. Ahí dice: “¿La culminación de una etapa de la vida lleva consigo la culminación de la propia vida? ¿Cuándo nos damos cuenta de que la vida que se nos asignó es ya pasado y que cuanto más es pasado menos permanece?”. El 3 de mayo, Danubio murió en la Ciudad de México.

Nacido en 1947, en Rocha, Uruguay, Torres Fierro llegó a México en 1974. Su amplio radar cultural y su habilidad para convertir la entrevista en un ensayo dialogado le permitieron incorporarse al legendario Excélsior de Julio Scherer y a la revista Plural de Octavio Paz.

Torres Fierro insistía en la importancia de las revistas literarias para conformar la tradición latinoamericana. En Uruguay frecuentó a dos críticos que de manera contrastada definieron el canon literario de los años sesenta, Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama. Ambos militaron en revistas y ejercieron desde ahí sus apasionadas discrepancias y su estimulante arbitraje.

Convencido de que la cultura es una forma de la conversación, Torres Fierro puso su voz al servicio de los otros. Leía para hacer preguntas.

La entrevista depende de vencer prenociones y resistencias para que se diga algo diferente. Aficionado al futbol, Torres Fierro sabía que nada es tan inocuo como las rutinarias declaraciones de los jugadores al término de un partido. Mil veces entrevistados, incluso los grandes poetas sucumben a la tentación de repetirse. Para llevar la conversación a una zona distinta, Danubio ponía en práctica un instantáneo sentido de la amistad; sin abusar de la confianza ajena, apoyaba su interrogatorio en la empatía. Su método para explorar la inteligencia estableciendo lazos afectivos dio lugar a uno de sus títulos: Estrategias sagradas.

Durante unos años, Torres Fierro estuvo a cargo en Buenos Aires de la edición sudamericana de Vuelta. Alejandro Rossi lo visitó en esa época y Danubio le hizo un regalo excepcional: lo reunió con Borges y llevó consigo “La página perfecta”, el texto en el que Rossi saldaba sus deudas con el maestro. Sorprendido por el fraternal acceso que el uruguayo lograba en todas partes, Rossi dijo: “Es capaz de hablarle de tú al Papa”.

En Barcelona, Danubio frecuentó a Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé; en Brasil, a Cabral de Melo Neto y Nélida Piñón; en Buenos Aires, a Bioy Casares y Silvina Ocampo; en México, a Octavio Paz y Julieta Campos (con quien trabajó en la Revista de la Universidad y en la promoción cultural en Tabasco). Latinoamericano ejemplar, encontró en México su tierra duradera.

Lo conocí a principios de los años ochenta. Nos vimos muchas veces en compañía de los poetas Horacio Costa y Manuel Ulacia, y fuimos vecinos durante un tiempo, gracias al departamento que él me consiguió. Cuando su salud comenzó a quebrantarse, la amistad pasó a un registro telefónico. Las muertes de numerosos amigos, y su propia debilidad, lo aislaron del medio, pero no dejó de escribir perfiles de los autores que había conocido.

Hace unos días lo visité en el Hospital Nacional de Homeopatía, donde recibió una estupenda atención. Lo encontré en un estado de debilidad extrema; habló con entereza de la necesidad de concluir su vida en forma digna, pero aún tenía antojos. Me pidió que le llevara uvas verdes. Lo hice, recordando un pasaje de Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas apátridas. Enfermo de gravedad, el escritor peruano recuperó la fe en la vida al ver el brote de unas hojas en el árbol que daba a su ventana. Si esa fronda reverdecía, también él podría hacerlo. Danubio hablaba del fin, pero pedía su fruta favorita. Con esa ilusión murió.

Hablé con él por teléfono un día antes de su partida. Lo hice en medio del tráfico, pues debía atenerme a los horarios del hospital. Su voz, apenas audible, era serena: “No se le puede pedir al cuerpo lo que no puede dar”. En sus conversaciones con Borges, García Márquez o Cabrera Infante, Danubio Torres Fierro supo ponerse al servicio de los otros. Con la misma generosidad, no quiso que yo lo compadeciera: trató de consolarme.

Colgué como pude, abrumado por la despedida. Alcé la vista. Un vendedor se acercaba al coche ofreciendo algo que, gracias a Danubio, adquiría valor simbólico, aludiendo a lo que perdura más allá del acabamiento, en el imprescindible fruto de la memoria.

En efecto: uvas verdes.