Una vida silenciosa

Juan José Rodríguez
24 enero 2021

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Todo comenzó de manera lentísima, como muchas de las cosas que ocurrieron en la vida de Paco Amay. Para empezar, divirtámonos un poco con el paisaje, que siempre será el mismo, con su calle larga y jorobada, ya solitaria, demasiado tranquila, porque ya casi nadie vive en esta barrio, todo mundo es viejo y los jóvenes se han ido a otro lado y es esta calle larga, que al final da al mar, la que se ha vuelto un mundo estático, tan quieto y apagado, que uno tiene la certeza de que si alguien saca una foto tomada en los años 60, el paisaje será el mismo, la misma luz, incluso; las fachadas con tejados de dos caídas, a las que pocos de sus habitantes han modificado porque su medianía no les incita al cambio, hasta el mismo Plymouth, siempre detenido casi en la esquina, con su franja oxidada, que fue propiedad de "El Chero", viejo taxista cuyo máximo orgullo fue ese vehículo, de quien no sabemos si ya no vive aquí, se murió o está asilado en casa de alguna de sus hijas, en esos nuevos residenciales al otro extremo de la ciudad, donde los niños juegan en un espacio al que llaman "coto", como si fuera el bosque del rey o el paraíso prohibido, donde nunca han visto un muro desconcharse con los años, el enjarre de la casa del vecino, ni tampoco llenarse de moho la base de las macetas, develarse en las paredes con los sucesivos colores de pintura llovidos por la fachada, en más de 70 y más años y de una vida larga, cadenciosa.

Paco Amay siempre fue silencioso y llegó al barrio a inicios de los años 70, cuando aún se escuchaba en el aire música de Rocío Dúrcal y Palito Ortega, cuando las muchachas le subían al radio al escucharse la voz de Julio Iglesias y mi abuela Bertha regañaba a mi joven tío, Martín, si lo escuchaba cantando "Amada amante", de Roberto Carlos, pero Paco se mantuvo lejos de las sinfonolas en la fuente de sodas, el Mauna Loa y del amor libre de esa epidémica cultura de su tiempo, se volvió un Señor casi de inmediato; no tenía 30 años, pero ya el peluquero le hacía un corte de “Peter Parker”, que realzaba más sus entradas y, como trabajaba en el mostrador de los Almacenes Medrano, debía vestirse formal, nada de camisetas o camisas de manga corta y se hicieron tan de su forma de ser que, cuando Paco Amay tenía 60 años y muchos hombres de su edad ya usaban playeras con cuello Polo para caminar por el malecón o venderte un tiempo compartido, él seguía con las líneas solemnes, las alforzas y el cuello almidonado que él mismo daba forma con una plancha General Electric que jamás se le descompuso, solo era necesario cambiar cada varios años el cordón para enchufarla, cordón con diseños simétricos que más parecía la hilacha de una cobija de velador.

El don de lo invisible fue su mayor cualidad y nunca se supo que tuviera un cumpleaños o que lo visitase algún familiar lejano; menos novia macilenta como él; esposa dominante o hijo emanado por generación espontánea de la calle; soledad de todos los días y con esa silenciosa cortesía se fue del barrio, sin haber usado quizás en su vida la palabra “Pandemia” y ese día alguien dio aviso y vimos la furgoneta de la funeraria el domingo a mediodía, por lo que como todo hombre sencillo, el día más grande de su vida fue el día de su muerte, y conforme avanzaba el vehículo con la envoltura terrestre de quien fuera Paco Amay, su calle se llenó de personas que salieron a despedirlo; no pocos con bastón y silla de ruedas, algunos jóvenes con la edad de la que apareció en esa larga calle junto al mar, pero algunos pensaron, dándose un lujo, como hace miles de años los orientales, que una vida sin sobresalto y una partida tranquila son también una forma secreta de bendición, bálsamo que no todo mundo comprende y que a algunos tranquiliza, mantiene firmes y también, sin darse cuenta, los enciende.