Una casona del centro de Culiacán tiene un extraño inquilino

José Abraham Sanz
14 agosto 2021

Me dijo que no iba a presumirme que era una mujer valiente, pero que de cierta manera pensaba que estaba acostumbrada a sentir y a ver cosas que no podía explicar.

Que ya alguna vez había visto a una mujer blanca, como iluminada, de cabello amarillo, en una casa que rentaba hace algunos años con su ex pareja en Rancho Contento, o la silueta de un joven misterioso que se topaba por las noches mirando a la nada en unos departamentos por la calle Antonio Rosales o las veces que un rostro deforme se le aparecía en una de las paredes de su habitación cuando era una niña.

Por eso cuando llegó a esa casona vieja en el centro de Culiacán, una que está cerca del Casino de la Cultura, le sorprendió mucho que le llamara la atención lo que sintió: una brisa extraña le erizó la piel cuando subía las escaleras.

Ocurrió por el 2016, luego de que cambió un departamento que rentaba junto con otra amiga por una opción más céntrica.

“...Lo decidimos juntas para tener un mejor espacio para nosotras y para mi hijo de cuatro años”, recuerda.

Esa casona le emocionaba mucho, porque la hacía sentir como si viviera en el Culiacán viejo, con paredes gruesas, con las puertas de madera gastada, con ese aroma que sólo regala lo antiguo, con esa humedad que ofrecen las construcciones de techos altos, las mismas que seguramente ayudaron a quienes vivieron hace muchos años a soportar las altas temperaturas de esta ciudad.

Pero la realidad que comenzó a vivir le desmoronó ese encanto, porque cada que recibía amigos y familiares en esa casona, sus comentarios eran coincidentes: algo no estaba bien.

“Mi hermana, por ejemplo, decía: ay, no, es que esta casa me da... nunca terminó de decirme qué le daba, pero intuí siempre que era una sensación desagradable”, explica.

Terminó viviendo ahí porque a su amiga Gabriela se le ocurrió cambiarse después de que supo que la casona estaba en renta, y aunque estaba en malas condiciones, decidieron esforzarse y dejarla habitable. Gabriela fue la que instaló el piso de madera en donde hacía falta.

“Comenzamos a llevar poco a poco las cosas del departamento que dejábamos. Recuerdo que la casona está dividida, porque en la planta baja de la casa vive la casera que renta la planta alta”, dice.

Para subir hay que abrir la puerta que daba a una hermosa y antigua escalera de caracol; desde la fachada se puede ver que esa escalera es la parte interna de una estructura que parece una torre de los castillos medievales que estamos acostumbrados a ver en dibujos animados o imágenes en películas o internet.

Un día, que estaba sola mientras trapeaba, creyó ver un movimiento dentro de la primera habitación que le quedaba a su derecha, y que era la que ella había escogido para dormir junto con su hijo Emiliano.

Ignoró lo que creyó ver, pero siguió fregando el piso con cierta atención hasta que momentos después se repitió el fenómeno: alcancé a ver una sombra cruzando la habitación por la puerta semiabierta.

Ella recalcó que estaba acostumbrada a ver cosas extrañas, pero que esa fue la primera vez que sintió miedo.

Sintió muchos escalofríos. Esa sombra no le pareció nada amigable ni algo que podría ignorarlo fácilmente. “¡A la madre!”, gritó.

Cada que lo cuenta, cada que lo recuerda, vuelve a sentir ese escalofrío.

La segunda vez que se impacientó fue ya que se habían mudado. En su habitación tenía su cama y otros muebles, su televisor y unos viejos closets con puertas de madera muy delgadas, empotradas en la pared.

“Cada que las abrías te sorprendías, porque te hacían sentir que entrabas a una habitación pequeña”, detalla.

Una tarde, después, barría, alcanzaba a como podía el polvo y algunos pequeños papeles sucios para arrastrarlos hacia afuera de abajo de la cama, primero haciendo movimientos circulares, pero siempre dando espaldas a la puerta de aquella habitación. También estaba sola.

Después de dar un giro tuvo que clavar su mirada hacia abajo: vi unos pies de anciana, con la piel arrugada, con los dedos encimados, con las uñas largas, viejas, manchadas.

Aunque primero se sorprendió, la invadió un terror que no la dejó moverse.

Otro detalle que recuerda es que aquello calzaba unos huaraches de vaqueta, gastados, como si llevara mucho tiempo usándolos.

“Sé que era una mujer, porque sus pies eran pequeños, su piel agrietada, pero brillosa, además una falda o un batón color claro, gastado, le caía hasta la mitad de las espinillas”, narra.

“Estaba demasiado cerca de mí, pero no pude subir la vista porque tuve mucho miedo”.

Pegó un brinco hacia atrás, soltó la escoba al mismo tiempo que se daba la media vuelta para salir del cuarto corriendo.

Y aunque esa no fue la peor experiencia, para estas alturas había algo que le quedaba muy claro: esa señora estaba molesta, no quería que nosotros viviéramos ahí y su espíritu ya comenzaba a acosarme.

Asegura que pasaron otras cosas extrañas, pero hubo algo que le causó una mayor impresión, porque en algún momento no sólo le afectó a ella.

La mayoría de las cosas ocurrieron los primeros días, pero a diferencia de su compañera, Gabriela no sentía ni miraba nada.

“Cuando vi la primera película de El Conjuro me recordó mucho a esa situación”, recalca.

“Eran como las tres de la mañana, cuando Emiliano me despertó, se sentó al borde de la cama y comenzó a llorar porque sentía mucho miedo”.

El pequeño hizo el esfuerzo, desesperado, de despertarla sacudiéndola insistentemente, mientras el rostro se le terminaba de mojar por lágrimas gruesas que soltaba.

Cuando ella despertó miró a Emiliano señalar el closet.

“Mamá es que hay alguien ahí, dijo con mucho esfuerzo, casi balbuceando, ahogándose”, recuerda. “Nos está viendo”.

Abrazó a su hijo de entonces cuatro años.

“No, mi amor, no hay nadie, le dije”.

Volteó al closet y una de las puertas estaba abierta.

“No mamá, me quiero ir del cuarto”, dijo el pequeño.

La puerta seguía abierta y ella buscaba proteger a su hijo abrazándolo.

“No, no hay nadie”, le insistió, pero justo cuando terminó de decir la frase, sintió la misma brisa que sintió en la escalera cuando llegó a la casa.

“Nos arrolló, pasó encima de nosotros, erizándome la piel y sintiendo más que temor, algo indescriptible”, detalla.

“Emiliano siguió llorando, pero lo convencí de no salir. Vamos a rezar, le dije”.

Se hizo la fuerte, la valiente, por lo que decidió quedarse en la habitación, porque sentía que esa cosa mala ya se había ido y no quería volver a topársela mientras corría por el resto de la casona con su hijo en los brazos, a oscuras, con el corazón saliéndosele del pecho, escaleras abajo y sin las llaves a la mano.

“Vamos a pedirle a Diosito que nos dé una noche tranquila”, le dijo.

Lo tapó, lo abrazó y ella simplemente se aguantó lo que sentía.

“Yo no dormí, o me quedé dormida quién sabe hasta qué hora”, recuerda.

Algunos días después ella le contó a una amiga de su trabajo lo que le había ocurrido, porque ella es de las personas que creen esas cosas de energía.

La amiga le sugirió echar agua bendita, rezar, platicar con el espíritu de la señora, decirle que ella no era una persona mala, que la dejara tranquila, que tenía un hijo y que estaban ahí sólo por un tiempo.

“Creo que la convencí, porque aunque siguieron pasando cosas, ya no hubo nada tan terrorífico en el próximo año y medio que viví en esa casona”, asegura.