Una buchona sinaloense para llevar, por favor
Hace un mes me contactó una colega y amiga para preguntarme si podía hablar con un reportero de un medio europeo que estaba contactando personas en Culiacán. Preparaban un reportaje sobre feminicidios en Sinaloa, y mi amiga consideró que podíamos aportar a la publicación dado que acabábamos de trabajar juntas en un proyecto en ese tema.
Cuando el reportero me marcó, una vez que se presentó, comencé a exponerle algunos argumentos casi sin parar. Estimado lector, soy culpable de hablar mucho, puedo hacerlo por horas; soy profesora y mamá insistente. Al teléfono, le conté del caso de Perla Vega por un rato, porque es emblemático, los deudos siguen esperando justicia, y yo aprovecho cualquier foro para amplificar el clamor de su familia y amigas y pedir que las entrevisten. El joven me interrumpió: “Perdón, estamos escribiendo en especifico sobre mujeres en el narco”. Me quedé en silencio, organizando las ideas. Le pedí que guardara el caso de Perla porque entonces no tenía relación, que dejara ese relato para otro momento, y volví a comenzar la exposición.
Le mencioné, a grandes rasgos, que estábamos trabajando en un análisis de los datos de violencia letal contra las mujeres que presenta la Fiscalía del Estado de Sinaloa en contraste con los que había recopilado María Salguero, entre otras fuentes de seguimiento ciudadano. Como resultados previos, observamos algunas diferencias entre las tendencias que siguen los casos donde se utilizaron armas de fuego y las que siguen los casos donde se involucran otros medios: armas blancas, ahogamientos, estrangulamientos, múltiples golpes, y combinaciones de estas formas de extrema crueldad. Respecto a estos últimos datos, los que se registran como “otros medios” distintos a las armas de fuego, el porcentaje de crecimiento en el periodo 2008 - 2020 presenta una tendencia moderada pero constante. Por su parte, la tendencia en los casos con uso de arma de fuego, sobre todo aquellos que Salguero identificó por el uso de armas de alto calibre, parece seguir las mismas fluctuaciones en el tiempo que siguen los homicidios dolosos de hombres, y ambas coinciden (de manera general) con los periodos de enfrentamientos armados.
El reportero fue paciente y me dejaba hablar, yo le contaba que sostemos que estos casos de violencia letal contra las mujeres, con armas de fuego, también ocurren un marco de violencia machista. Aún en la presunción de que algunas de estas mujeres participaron en actividades ilícitas, y/o que los feminicidios tuvieran alguna relación directa o indirecta con estas actividades, las mujeres estamos sujetas a un esquema patriarcal que establece dominio sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Estudios de académicas que respeto mucho plantean las particularidades de esto roles genéricos en las organizaciones, también hablan de la participación de las mujeres: algunas son más sumisas, pero otras tratan de desafiar los roles aún con el constante riesgo por la intersección de estas violencias (las violencias de género y las violencias letales por los conflictos con las autoridades). Las mujeres tenemos agencia y también participamos, pero estamos condicionadas en diferentes relaciones de poder.
La voz en el teléfono intervino, de nuevo. Estaban buscando algo en específico... esperaban hablar con “una buchona sinaloense”.
Me sentí decepcionada porque percibí que había hablado casi en balde, puros rollos académicos que no serían atractivos para la audiencia. Le aclaré que yo no tenía lo que buscaban, no podría contactar a ninguna mujer en el narcotráfico. El reportero fue muy amable y lo entendió bien; hacía su trabajo. Propuse presentarlos con mujeres que habían desafiado el “origen es destino” renunciando a tradiciones familiares relacionadas con la narcocultura para trazar sus propios caminos en otro tipo de actividades. Estas historias también abundan en nuestro estado.
Después de hablar con el reportero quedé con un sabor de boca que no podía identificar. Me pregunté qué sería para esos extranjeros “una buchona”; quizás una especie exótica que vive en un México salvaje. Una figura que observan a través de las series y reportajes, esos productos de la televisión de paga que convierten nuestra relación política con las drogas en un espectáculo.
Pensé en muchas mujeres sinaloenses que conozco, y en nuestras historias y relaciones como entramados: vínculos que escogemos y vínculos que no escogemos del todo. No lo pensé desde la teoría, más bien teniendo en mente rostros e historias. Me pregunté: ¿Quiénes son las mujeres en el narcotráfico y en la narcocultura para estos curiosos del exterior? Serán mujeres como Emma Coronel, que nacen en esa red de relaciones donde eligen sus caminos, y a la vez son condicionadas. Que alcanzan fama entre las aspirantes, y también en la siniestra admiración de un público aficionado a las historias de mujeres que se exhiben poderosas pero en cualquier momento (esperan) pueden caer en desgracia.
Posiblemente, algunos de estos espectadores, consumidores del éxito – drama lejano, están poco interesados en las múltiples experiencias de las mujeres sinaloenses que participan en los diversos ámbitos de esas economías y sus formas culturales. En realidad estas mujeres son tan parecidas a las de otros lugares y a la vez tan particulares. Como ejemplos de las historias, se me vienen a la mente: las madres con vidas más o menos comunes que tienen ese negocio que recibe dólares para convertirlos en pesos; en aquellas que se aventuran ocasionalmente a “echar viajes” ya pactados; las sembradoras de amapola en la sierra que por la tarde hacen tortillas o sacan las sillas para tomar el fresco con las vecinas; las que son parejas de “un narco” por un tiempo, y después se dedican a su boutique o cualquier otro emprendimiento; las que admiran la narcocultura, usan vestimentas llamativas, posan en redes con botellas de licor costosas, cantan corridos pesados, y luego vuelven a sus casas antes de las tres de la mañana porque al día siguiente tienen que tomar el camión temprano para llegar al trabajo.
Por varias semanas no supe del reportaje y ya casi me había olvidado del asunto, pero hace días recibí un nuevo mensaje. Era una periodista del mismo medio, extranjera, aclaraba que no hablaba bien español. Me dijo que ya tenían la entrevista que buscaban, con todo el spicy latino, me imagino. De alguna manera la habían conseguido. Me escribían porque ya nada más querían saber “si las buchonas tenían tatuajes”. Sólo querían saber eso, sólo eso, de los tatuajes, específicamente, me aclaró. Traté de explicarme... luego reflexioné.
- Sí usan, supongo. Contesté.
- Ok... gracias. Cerró la conversación.