Tres miserias (y paradojas) de nuestra democracia

Pablo Ayala Enríquez
16 noviembre 2019

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pabloayala2070@gmail.com

Nunca, como en esta semana, había escuchado y leído en las redes tantas estupideces en torno a la democracia latinoamericana. Que si ésta es el motor de las dictaduras, que es absurdo seguir apostándole a las utopías y los sueños imposibles, que en Latinoamérica no hay ciudadanos, sino borregos, que la democracia se enciende y apaga el día de las elecciones, que si la miseria es el resultado de los afanes igualitarios que traen consigo la vida en democracia, que si esto, que si lo otro...

Y como no puedo negar que varios comentarios llegaron a hacerme dudar de cosas que desde hace tiempo daba como ciertas, desempolvé las “Paradojas del individualismo” de Victoria Camps, una de mis filósofas y politólogas favoritas. Las primeras palabras de uno de los 12 capítulos del texto comenzaron a poner orden al desasosiego que me generó merodear por algunos portales de noticias: la democracia nació consciente de sus debilidades; siempre se asumió como un sistema defectuoso, porque el modelo de gobierno platónico de los aristos (los más sabios, los mejores) nunca funcionó. Así que el modelo democrático derivó en un mal aceptado, necesario, debido a que “el conocimiento de lo políticamente correcto y justo era un saber arduo que precisaba mucho aprendizaje, mucho ensayo, mucha experiencia y mucho tiempo. La asamblea, el diálogo, la libertad que permitían a los ciudadanos hablar en condiciones de igualdad, constituían el único método, el más adecuado para gobernar bien. La democracia nacía, pues, como un sistema en sí mismo defectuoso, consciente de los riesgos, e incluso peligros que entrañaba”.

Y justamente este es el caldo de cultivo donde crecen y florecen las miserias de la democracia, esas que la ponen en riesgo y desvían de su fin: no hay democracia, si no existe la posibilidad de deliberar en condiciones de igualdad. A la dificultad (por no decir imposibilidad) de dialogar, se suman tres factores que, por paradójicos, se convierten en las miserias de nuestra, o mejor dicho, nuestras democracias. Me explico.

John Suart Mill, con toda razón, decía que la supuesta voluntad del pueblo, en realidad “no era la voluntad del pueblo, sino de la parte más numerosa o activa del pueblo”. En este mismo sentido, Alexis de Tocqueville, como refiere Camps, señaló que “el imperio moral de la mayoría” es útil, e incluso, necesario pues se basa en el supuesto de que “hay más conocimiento y saber en muchos hombres reunidos que en uno solo, más en el número de los legisladores que en la selección de éstos. [...] La mayoría es un individuo que tiene opiniones o intereses distintos a otro individuo llamado minoría”. Henos aquí frente a frente con la primera miseria (y paradoja) de la democracia: la tiranía de las mayorías.

En estados grandes y complejos como el nuestro, a diferencia de las polis griegas donde era relativamente sencillo implicarse en los asuntos públicos participando por la vía directa, “la democracia no garantiza los intereses de todos, sino de los más”. En este sentido, nos dirá Victoria Camps, “la democracia es injusta para los que son menos en número y representan, por tanto, intereses más fácilmente ignorables o sofocables. No solo quedan marginados aquellos cuyo poder de participación directa en la toma de decisiones es menor, sino los ‘disidentes’ con respecto al sentir y pensar mayoritario”.

No obstante, por abrumadora que sea la voz de la mayoría, que en su momento Rousseau describió como “la voluntad general”, con frecuencia llega a equivocarse, porque por lo regular no son los intereses comunes los que buscan satisfacerse, sino los mayoritarios que concentran intereses de carácter corporativo. Va un ejemplo para clarificar la idea. Imagine que en las siguientes elecciones estatales se presenta a la contienda electoral un candidato del que se tienen ciertas sospechas por sus nexos con el narco. Más allá de las suspicacias, él promete durante su campaña acabar con la inseguridad y violencia en las calles; no habla de los cómos, pero sí asegura que acabará con dicho flagelo. Si el discurso de este candidato hace sentido en el oído de empresarios, sindicatos, transportistas, estudiantes y amas de casa, se llevará el triunfo aunque haya voces críticas, disidentes, que se levanten en contra. En este caso, la mayoría representada a través de los distintos sectores y corporaciones, velando por sus propios intereses, dará el gane a quien quizá, en el futuro mediato, se convierta en su verdugo.

La segunda miseria (y paradoja) de nuestra democracia es la indiferencia y desinterés que experimenta la ciudadanía por aquello que tenga que ver con la política. En el contexto de las democracias liberales, y de ahí el surgimiento de la paradoja, defendemos con uñas y dientes la libertad que tenemos para dedicarnos en cuerpo y alma a nuestros asuntos privados, por eso dejamos los asuntos de interés público en manos de aquellos que hemos elegido para ocuparse de ello: “los políticos profesionales”. Así, mientras que la democracia permite liberarnos de tener que acudir a la farragosa tarea de debatir en la arena pública, al mismo tiempo nos aleja del espacio donde se discuten y dirimen nuestras necesidades y preocupaciones colectivas. Por ello, pensará la mayoría, si de nuestros impuestos pagamos a quien gana un sueldo para ejercer de político, ¿por qué habremos de descuidar la actividad que nos da de comer?

Aunque lo anterior tenga cierta lógica, también nos hace muy vulnerables frente a las decisiones que tome la “clase política”, ya que mientras nosotros estamos enfrascados en nuestros asuntos privados, ésta se queda con la mesa puesta para hacer y deshacer. El resultado es de sobra conocido: por lo regular, los diputados y senadores velan por sus propios intereses y, a lo sumo, por los de su partido, pero descuidan los intereses de la ciudadanía.

La tercera miseria de la democracia es que esta representa al sistema de gobierno más justo que, paradójicamente, es incapaz de garantizar resultados justos. En este sentido, Victoria Camps señala que “la democracia es solo un procedimiento, el menos malo que ha concebido la humanidad, el más respetuoso con los individuos y el que con más probabilidad producirá decisiones justas. [El problema es que] las consultas y deliberaciones se dan en unas comunidades donde el diálogo no existe o es un diálogo de sordos, o donde siempre hablan los mismos; un diálogo, en definitiva, de seres humanos con sus pasiones, parcialidades e intereses, cuya ‘razonabilidad’ queda oculta por una ‘racionalidad’ que solo vislumbra sus fines particulares y corporativos y se empeña en no ver los fines públicos”.

¿Puede escapar nuestra democracia a sus miserias? Sin duda. Tendríamos que comenzar por sanear el diálogo público, purificarlo de la marrullería, la simulación, la chabacanería, en el entendido que quienes dialogan son individuos imperfectos, interesados, temerosos, corruptibles, parciales y, por tanto, comprometidos con unas causas e ideales que están más alineados al interés individual que al bien común.

La vida en democracia nos exige aprender a convivir y gestionar sus debilidades; las mismas que distinguen y aquejan a los individuos que la conforman. Sin duda, este es el precio que hay que pagar por vivir en ella.