Trabajadores invisibles en Sinaloa
A la orilla de la carretera que va rumbo a la comunidad de El recodo, en los linderos de los campos de chile verde que se cosechan en invierno, entre el pueblo de La Tuna y San Francisquito, un grupo de jornaleros agrícolas se acomoda entre el polvo, unas piedras y un huizache, para tomar el desayuno.
Habían comenzado la jornada unas tres horas antes, cuando el sol es apenas un destello naranja detrás del cerro del Zacanta, y el calor todavía no termina por disipar la brisa que envuelve la campiña por la mañana, y hace parecer que los cultivos flotan por el caudal de un río de nubes.
Vienen del sureste del País. De estados como Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Veracruz. En su mayoría son población indígena. Siguen la ruta de trabajo que marca el ciclo agrícola en las regiones de mayor dinamismo agroindustrial, como Sinaloa y Baja California, donde los productores utilizan mano de obra barata, incluso el trabajo infantil, para ser más competitivos.
Esta temporada ha sido especialmente difícil para los jornaleros, a causa del rebrote de infecciones por coronavirus. La manera en que los trasladan de un campo a otro, amontonados en la caja de una camioneta de redilas, así como el hacinamiento de los cuartos donde pasan la noche, aseguran la exposición a contagios, a pesar de los pañuelos con los que cubren su boca.
Por la tarde, en la sala de espera de un consultorio de Villa Unión, una niña tozonuda cuida a sus dos hermanos más pequeños, en tanto su mamá llega con una bolsa surtida de medicamentos genéricos, haciéndoles señas para que salgan. Casi al mismo tiempo, un muchacho los alcanza en la banqueta y reparte entre los chiquillos una rebanada de pizza para cada uno.
Más allá de esos retratos, es incierta la vida que llevan este tipo de trabajadores errantes que cada vez son más notorios en el sur de Sinaloa. En 2019, el Gobierno federal eliminó el único programa de atención a jornaleros que existía en el País, para enfocarse en programas más generales caracterizados por las transferencias monetarias directas.
Pero, de qué tanto sirven las entregas de dinero, si, una vez que el jornalero ha sufrido la explotación remunerada y recibido las ayudas del Gobierno, éste luego se convierte en víctima del casero, el tendero y el prestamista.
La eliminación de un programa como el de atención a jornaleros agrícolas implicó desaparecer toda una política pública, así como la evaluación de sus resultados, que podían ser medidos y mejorados. Fue como regresar unos 30 años en prácticas gubernamentales.
Las evaluaciones a la política pública permiten conocer con precisión la incidencia de los esfuerzos para erradicar la miseria. Para el caso de los jornaleros, este ejercicio permitió saber, en su momento, que además de la pobreza, en los campos agrícolas también hay un grave problema de trabajo infantil, deserción escolar, embarazo adolescente, enfermedades por la exposición a agroquímicos, alcoholismo, drogadicción, violencia hacia las mujeres y trata de personas.
Hasta en los tiempos de Peña Nieto, la clase política del País reconocía la importancia de tratar los problemas sociales mediante una intervención estratégica. En 2015, por ejemplo, la Subdirección de Análisis de la Política Interior, de la Cámara de Diputados, realizó un excelente trabajo sobre las causas y efectos de la situación de los jornaleros, detallando las rutas migratorias, las condiciones de empleo, la duración de las jornadas de trabajo y el perfil de las familias.
Las poblaciones jornaleras son, por la naturaleza de su actividad y transitoriedad, almas invisibles para los gobiernos locales. No votan, no reclaman, nadie los escucha. Qué expectativas pueden llegar a tener si los eliminamos como sujetos particulares de atención social.
Ahora que la zona rural de Mazatlán se está convirtiendo en un centro de atracción de trabajadores agrícolas, cómo sabremos cuántos llegan y en qué condiciones trabajan.
Mientras, los científicos sociales hacen lo que pueden para recopilar información, en un ambiente hostil a la ciencia sin precedentes. A los investigadores se les intimida con cambios agresivos en las reglas de operación del SNI-CONACYT, y se les imputa el deshonroso crimen de aburguesamiento.
Pero qué más neoliberal que las declaraciones del director del Centro de Ciencias de Sinaloa, Carlos Karam, valorando la ciencia como si la única medición de su aporte fuera mediante su contribución a la productividad económica. No entienden que la difusión del conocimiento es a veces imperceptible, pero a la larga conlleva fundamentales transformaciones en el entendido de la democracia, la paz y el respeto a los derechos humanos.
Regresando al tema, el Gobernador Rocha se reunió a principios de año con empleadores de jornaleros, y en estos días ya se están llevando a cabo asambleas para elaborar el Plan Estatal de Desarrollo, solo esperemos que estas reuniones no se conviertan en un cónclave sobre cómo adaptar los programas de la 4T en Sinaloa.
La atención a jornaleros requiere de políticas integrales enfocadas en la vivienda digna, justicia laboral, cuidado infantil, educación sexual, prevención del delito, así como de integración política y comunitaria. Tan solo por poner un ejemplo, la atención a las mujeres jornaleras implicaría una política particular.
También se necesita una visión muy amplia, que logre conectar lo que ocurre en los estados expulsores de la migración interna, con las dinámicas económicas de los estados receptores, en el marco de la globalización en tiempos de pandemia.
En el estado existe una vasta experiencia de la sociedad civil en la atención a trabajadores agrícolas. Tampoco se trata de partir de cero. Los programas que lance el Gobierno del Estado deben tomar en cuenta el voluntariado ciudadano para crear toda una red de gobernanza, procurando no imitar al Presidente de la República cuando se refiere a las Organizaciones No Gubernamentales con desprecio.