Teorías colectivas
""
Hoy, 1 de octubre, se cumplen 31 años de que terminó la vida de Manuel Clouthier del Rincón, Maquío.
Durante su trayectoria política y empresarial, el sinaloense escribió numerosos artículos de opinión, que se publicaron en su momento en el diario El Universal, y en los que vertió conceptos y reflexiones que continúan vigentes hoy más que nunca.
Por eso en Noroeste iremos replicando algunos de esos escritos, en un espacio al que hemos titulado Letras de Maquío.
Hoy publicamos el primero para conmemorar su aniversario, y a partir del domingo 11 de octubre se irán publicando semanalmente en la edición dominical.
Hoy que están en boga formas de colectivismo, que se piensa que toda individualización es egoísta, vale la pena meditar en lo bueno y lo malo que tienen las teorías colectivistas, así como la antítesis de las mismas, que es el liberalismo.
Siempre he pensado que madurar como humano es pasar de un estado infantil y egoísta en que todo se quiere para sí mismo, a otro de entrega y donación, donde se hacen las cosas por la satisfacción del “amor al prójimo”. Es evidente que cuando el bebé nace su egoísmo es feroz y llora, grita y patalea exigiendo su alimentación, su limpieza, su juguete, etcétera. Se supone que conforme vamos creciendo, y sobre todo madurando, evolucionamos y nos enseñamos a amar. El amor es entrega, es donación. Presupone la búsqueda del bien y del mejoramiento del ser amado, pero también el de uno mismo. Lo anterior lo podemos explicar porque si queremos a alguien trataremos que el regalo de nosotros mismos sea un yo más perfecto todos los días. Por eso el amor real nos lleva a ser mejores.
Habiendo asentado lo anterior, podríamos deducir que el liberalismo a ultranza que sólo piensa en el bien propio es deshumanizante. Sin embargo, el liberalismo que apoya la economía de mercado y de libre empresa no es de esta clase, sino que se finca en un egoísmo razonable, en el cual la gente busca su propio interés sin dañar los intereses ajenos. Buscar sólo nuestro bien, sin importarnos el ajeno o, peor aún, atentando contra éste, violaría las reglas del juego y dejaría de ser razonable.
Por lo anterior, la economía social de mercado y aún el capitalismo manchesteriano se oponen a las prácticas monopólicas y de carteles porque dejan de ser razonables. Pondré un ejemplo: el juego del monopolio que se practica con dados y dinero falso tiene por objeto acumular todo el “dinero” de los que juegan mediante un sistema de cobrar rentas y pagos por acciones a aquellos que los dados y la suerte hacen caer en una de las casillas. La verdad es que una vez que alguno de los jugadores se queda con todas las fichas el “dinero” tiene que volver a repartirse si se quiere seguir disfrutando del pasatiempo. Algo similar pudiera suceder con la economía liberal de mercado si se permitieran las prácticas monopólicas y nos existieran los sindicatos, que contrabalancean las fuerzas, y el gobierno, cuya obligación es velar por el bien común.
Pienso que en un sistema liberal de economía social de mercado, si bien el hombre busca su propia ventaja, lo hace dentro de un sistema ordenado y a sabiendas de que hay otros individuos que tienen, al igual que él, el derecho de buscar sus propias y legítimas ventajas. Juárez lo resumió todo con su famosa frase: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
Por otro lado tenemos el colectivismo, el socialismo que presupone utópicamente que todos los hombres que conforman la sociedad están maduros y aman entrañablemente a sus semejantes, lo cual es una gran mentira. La gran diferencia entre la doctrina social cristiana y las formas de socialismo y colectivismo despersonalizantes estriban en que la primera postula la superación del individualismo como un ideal moral, pero no como algo que ya sucedió. Si así fuera seríamos ángeles. Además, la doctrina social de la Iglesia defiende con encono el concepto de libertad porque pretende la superación de cada uno de los individuos mediante el esfuerzo personal, el amor y la ayuda mutuos.
En otras palabras, el gran error del socialismo es que parte de que los hombres ya han superado su individualidad y presume que los individuos deben actuar con mentalidad colectiva. Como las cosas no son así porque la naturaleza humana evoluciona muy lentamente, el socialismo va desembocando en la corrupción o en el garrote autoritario, corrupción provocada por el mercado negro de los que no se ciñen al colectivismo o caen en la trampa de toda sociedad estatizante, que desconfía del individuo egoísta razonable y lo controla a través del gobierno sin darse cuenta de que el propio Estado también es manejado por individuos.
Por otro lado, el socialismo provoca un pensamiento conformista de grey y de manada donde todo mundo empieza a recurrir a papá gobierno en busca de la solución de sus problemas y pronto él o los gobernantes se sienten indispensables y prepotentes, porque las personas han dejado de ser individuos para convertirse en parte de la manada que requiere el pastor.
Los liberales, que integran una economía social de mercado, son, pues, gente razonablemente egoísta, son además los inventores y descubridores de la libre empresa. Porque en la empresa se asocian libremente los individuos para crear y producir, soñar con iniciativas y llevarlas a la realidad; se asocian libremente y les va bien y también les va mal.
Las empresas, mis amigos, son la vida, el jugo vital de la sociedad. Cuando el gobierno es todo, deja de existir la vida.
Comparemos cualquier ciudad donde impere la empresa y la economía social de mercado (Francfort, Madrid, Nueva York, Río, etcétera), con las ciudades socialistas (Moscú, Varsovia, Sofía) y veremos que en las primeras hay vida y colorido, en las segundas hay hastío. Todo es monopolio y monotonía. Se han perdido las libertades y las iniciativas de crear y producir.
Por lo anterior podemos afirmar que toda forma de estatismo es una hipertrofia del Estado. Es decir, cuando éste empieza a asumir lo que le corresponde al individuo, es como si el director de la orquesta quisiera tocar él mismo todos los instrumentos. Su labor es coordinar y lograr el mejor sonido de todos y cada uno de los miembros de la orquesta, no tocarlos él.