Suprema Corte de Justicia
Lenia Batres es Ministra de la Suprema Corte de Justicia. En la larga historia del Poder Judicial mexicano es la primera persona que asume esa responsabilidad por decisión exclusiva de una persona, el Presidente de la República. Desde luego, su nombramiento es plenamente válido, pero su ingreso es testimonio de una política que ha renunciado al diálogo y que se esmera en la deslegitimación de las instancias arbitrales. Debe decirse que su llegada a la Corte es también responsabilidad de una oposición que fue incapaz de optar por el mal menor. Era claro que, por su perfil abiertamente partidista, por su falta de experiencia judicial, por su floja preparación académica y por el programa que defendió ante el Senado era la peor opción para la Corte. La oposición lo permitió.
Al asumir el cargo declaró su intención: arrancarle al tribunal su calidad de órgano supremo. Ese fue el núcleo de su mensaje. Ningún tribunal debe estar por encima de la voluntad de la mayoría, dijo. No corresponde a los jueces verificar que las normas que dicta un órgano representativo estén de acuerdo con la Constitución. A su juicio, la Corte se excede cuando detiene una ley del Congreso. Al hacerlo, le arrebata al parlamento la función legislativa. La Corte se excede también si invalida una instrucción presidencial porque impide la actuación de un poder respaldado con votos. Lenia Batres ingresa al tribunal con una convocatoria a la abdicación de su función esencial: proteger los valores de la ley suprema y los derechos de las minorías de los posibles abusos que pueden cometerse en nombre del pueblo. La morenista pide a sus colegas inclinar la cabeza con asentimiento ante una decisión del Congreso o del Presidente.
Batres asume una responsabilidad que, en el fondo, desprecia. Ingresa a un tribunal constitucional para desdeñar su función esencial: árbitro entre los poderes, protector del acuerdo fundamental, garante de los derechos. Si su discurso de ingreso causó conmoción no fue por su valentía, sino por su incongruencia: la nueva Ministra ingresa a la Corte para arrancarle su adjetivo constitutivo. El propósito que declara abiertamente es despojarla de su calidad de órgano supremo. No una Suprema Corte de Justicia sino una Sometida Corte de Justicia. El programa que defiende Batres es clarísimo: anular al tribunal constitucional. Cuando habla de una Corte que se extralimita no discrepa de los argumentos expuestos por la Corte: se indigna porque la Corte se atreve a actuar.
Batres escuda su alegato contra la supremacía en un viejo argumento antiliberal: nadie ha de estar por encima del pueblo, nadie ha de limitar las decisiones de la mayoría. Por eso, a su entender, es injustificable el mecanismo contramayoritario, al que trata como un dogma arcaico. Frente a la tesis de Batres que recoge nítidamente el credo populista hay que volver a lo esencial. Si un régimen político pierde las cautelas judiciales, si se anulan los dispositivos que cuidan los derechos de las minorías, si se pierden de vista los procedimientos que exigen y posibilitan el diálogo, las democracias terminan convertidas en despotismos electivos.
La labor de termita que Lenia Batres se ha propuesto expresa la ambición del Presidente: demoler las bases del arbitraje constitucional. Esa es la idea que defiende también la candidata del oficialismo. En el autoritarismo de la propuesta se esconde una miopía gravísima. Sin una instancia autónoma, técnicamente competente que esté dispuesta a examinar la validez constitucional de las decisiones populares, todos estamos en riesgo. Los que hoy se imaginan dueños de la política, encarnaciones del pueblo, culminación de la historia patria, pueden ubicarse pronto en el terreno de las minorías. Por eso, porque las mayorías no son de piedra, porque las minorías no son eternas, es importante cuidar las garantías de cada quien. Por eso es vital defender y cuidar la supremacía del tribunal constitucional.
En la miopía del morenismo se expresa una soberbia. Imaginar que su mayoría es descomunal y permanente. Por eso no pueden pensar en las instituciones como la plataforma común, un piso que hace valer la voluntad de la mayoría, pero que cuida también a las minorías.