¿Somos ceros a la izquierda?
Todos los artefactos -desde una piedra atada a un palo para formar un hacha, hasta las más sofisticadas máquinas inteligentes actuales- sirven, se supone, para ahorrarnos trabajo, para permitir que nos liberemos de tareas que consumen nuestra energía, nos quitan el tiempo o, sencillamente, no nos gusta hacer. Los artefactos son, según esto, la panacea: la solución a todos nuestros problemas y hoy, prácticamente, todo lo puede llevar a cabo una máquina, y cuando digo todo, no estoy pensando simplemente en hacer adobes, mover toneladas de tierra o irrigar un sembradío, sino que es posible efectuar diagnósticos médicos, planear de cabo a rabo un edificio, encontrar en el mar de la información que se halla en la Internet cuanto se refiera a un tema y, todavía más: las máquinas son capaces de terminar -esto se supo hace unos días- la Décima Sinfonía de Beethoven siguiendo las pautas de composición que había hecho el propio Beethoven si la muerte no se lo hubiera impedido... y todavía más: hoy las máquinas inteligentes pueden hacer otras máquinas más inteligentes que de seguro serán capaces de hacer otras aún más inteligentes, pues ya cuentan con los dispositivos no solo para aplicar lo que se les ha almacenado en la memoria, sino para generar, por ellas mismas, nuevos algoritmos cada vez más eficientes. Las máquinas inteligentes con sus redes neuronales son, en suma, capaces de aprender, de adquirir conocimientos y habilidades con los que no se les dotó cuando fueron programadas.
Si se revisa, a ojo de buen cubero, la historia de los artefactos se notará que cada vez hemos venido resultando más y más prescindibles: lo que antes necesitaba de la fuerza de 10 personas, con una máquina lo resuelve una sola persona, y lo que necesitaba de un experto ahora lo efectúa una máquina experta. Y me da lo mismo si se trata de una telefonista que me comunicaba a la extensión correcta o del médico que me diagnosticaba, pues hoy la máquina me ofrece un menú de extensiones que hacen innecesaria a la telefonista y el análisis de mis secreciones lo efectúa no el laboratorista o el médico, sino una máquina cuyo diagnóstico, para mayor escándalo, es más de fiar.
Las máquinas surgieron para ahorrarnos trabajo y, desde la Revolución Industrial, nos dimos cuenta de que lo que ocurre es que nos quitan el trabajo. Las máquinas eran para liberarnos del trabajo tedioso, pues se tenía la cándida idea de que al vernos con más tiempo libre nos dedicaríamos a pensar, a crear; nos entregaríamos a tareas “propiamente humanas”; sin embargo, lo que hemos visto es que el tiempo liberado es tiempo que tenemos que matar entreteniéndonos con lo que otras máquinas, las de la industria del entretenimiento, nos ofrecen. Íbamos a quedar libres de lo que no nos gustaba hacer, pero como no sabemos lo que sí nos gustaría hacer, no hacemos nada.
Con todo, parecía que quedaba reservado para nosotros, lo mejor, lo más sublime: la creación y la toma de decisiones: inventar y decidir. Sin embargo, hasta en esto podemos ser sustituidos y con creces. Sin darnos cuenta de las consecuencias hemos edificado un mundo en el que paradójicamente lo que iba a liberarnos ha terminado por convertirnos en seres prescindibles por inútiles, ceros a la izquierda... ¿Qué será de nosotros cuando la inteligencia artificial comprenda lo irrelevante de nuestra existencia?