Sin rostro, ni tumba, solo el recuerdo

Ernesto Hernández Norzagaray
03 mayo 2020

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Uno de los mayores dramas de este tiempo pandémico son los fallecidos de hoy y mañana que no han podido, ni podrán, dar el último adiós a los suyos por el temor de que puedan contagiarse. Esos cuerpos inertes son o serán levantados y llevados a una fosa común o en el mejor de los casos a un horno crematorio donde las altas temperaturas harán el trabajo de desaparición de ese hombre o mujer que tuvo un o varios domicilios y llevó en la vida un nombre, unos estudios, una profesión, un oficio y quizá como buen ciudadano trabajaba, votaba y pagaba sus impuestos.

Es decir, era una persona como cualquier otra que transita por la calle y da los buenos días. Bueno, pues ese ciudadano no tendría como se acostumbra la ceremonia del adiós, la estancia en una funeraria donde deudos y amigos le dan el último adiós. El confortable “sólo te nos adelantaste” para dar vuelta a la hoja de las restas que todos tenemos. Habrán quedado unas cenizas sin derecho a ser guardadas en la cripta familiar o esparcidas en los verdes campos del valle que lo vio nacer y/o crecer, las alturas del cerro o montaña preferida o las aguas azules del Pacífico o el Golfo, donde hubiera querido quedar entre el musgo y las piedras donde pululan las sierras, el dorado y los pargos.

No, su cuerpo desaparecerá fugazmente, sin cumplirse si la tuvo, una última voluntad, y sólo quedará su imagen sonriente entre sus seres queridos, los amigos, los vecinos del barrio y la foto en su bar o cantina de sus fugas nocturnas. Igual en su casa quedarán sus discos de boleros o de rock que lo acompañaban en sus momentos de soledad o de gozo con sus seres queridos. La camisa y la corbata preferida o la falda y blusa con escote. También, sus fotografías del día de su boda y del primer hijo o hija. Su cartera con sus tarjetas de crédito y algún boleto del Metro o la credencial de elector que ya no podrá volver a usar para votar por su partido y sus candidatos.

Todo eso serán simples amuletos para los hijos o, peor que estos, en un cierre de caja, simple y llanamente sean depositados en una bolsa negra y puestos para que se los lleve un contenedor de basura. Quedarse sólo con la imagen de los tiempos de gozo de las bienvenidas. Los de las fiestas familiares y los convivios con amigos. La Navidad y el Año Nuevo, Semana Santa o las vacaciones de verano.

Y es que, en una decisión racional, pero injusta, alguien decidió que los muertos del coronavirus Covid-19 debían ser borrados sin dejar un mausoleo, una tumba o cripta mortuoria, no vaya a ser que en esa camisa, credencial o cartera esté inoculado el virus que luego se esparciría por esas calles de dios. Hay algo de esperpéntico en todo esto, en el hacer a una persona de carne y hueso, un número de los que todos los días nos da el doctor López Gatell en una prosa limpia mientras porta un traje color pastel impecable, ningún pelo fuera de lugar y unas tablas de Power Point más frías que unas cervezas sepultadas en aguas de deshielo. “La vida no vale nada”, cantaría el clásico, en unacto viril suavizado con un trago de tequila.

Pero, hay algo más, el ciclo psicológico de rechazo y aceptación, por la muerte por Covid-19 de ese ser querido, ese mal que ha llegado en el momento más inesperado y se lo ha llevado con la velocidad del rayo. Todo transcurre tan fugazmente que los deudos no viven la ceremonia del adiós. Queda sólo esa imagen estoica del hospital donde saldrá quien se irá sin nombre y con destino desconocido.

Atrás quedará el ajetreo burocrático de hombres y mujeres de blanco presas del estrés y el miedo que atienden a gente desesperada, que presiona queriendo saber sobre el estado de salud del padre, la madre, el hijo, la hija.

Y es que, hoy menos que nunca, se soporta el burocratismo y la indiferencia que ven en sus interlocutores. Grita y gesticula, ante respuestas frías, sin una gota de humanismo. Y una mecanicidad que duele por la barrera psicológica que se instala entre el uno y el otro. Pero, siendo justo, es imposible pedirlo a alguien que podría estar preguntándose en su silencio medroso: Pero ¿qué diablos estoy haciendo aquí cuando debería estar en casa protegiendo a los míos? Que no tiene cabeza, ni ánimo, para atender a quien le reclama respuestas que no tiene y sufre tanto como su interlocutor multiplicado en la jornada laboral.

No obstante, sigue ahí y tendrá que seguir para dar a conocer la lista de quienes van muriendo y quienes son dados de alta. Explicar breve por qué no se les entrega a los familiares. De los riesgos para ellos. Y, al final, algunos lo aceptarán entre el llanto y otros se marcharán despotricando contra la institución. Y el cuerpo saldrá quizá en una bolsa negra en medio de la noche para ser cremado en el silencio pesado de una madrugada. Cuando todavía duermen los negros pájaros del adiós, como lo podría haber dicho y representado genialmente Óscar Liera.

Quedará el recuerdo de su paso por este mundo, por estas calles y ese lecho amatorio que muchas noches albergó su cuerpo con el de su amada o el amado. Se va simple y llanamente como llegó, sin nombre y hoy más que nunca sin un destino cierto.

En definitiva, en estos tiempos que hermana a todos los humanos, quizá como nunca la muerte, de azote despiadado de una pandemia, lo que está claro es que nuestras rutinas esenciales están cambiando y no estamos preparados para aceptarlas, las rechazamos por inhumanas, pues van contra la forma de ver y hacer la vida que se nos enseñó a golpe de costumbre, y esa pérdida que hoy nos tiene sin otro asidero que no sea la aceptación de lo que en nuestro silencio rechazamos.