Sin novedad
Si la incertidumbre en los resultados y la certidumbre en las reglas y procesos electorales es el sello de la democracia, el pasado 10 de abril se invirtieron los principios. El resultado estuvo cantado desde un inicio: más del 90 por ciento se pronunciaría en favor de que el Presidente fuera ratificado.
Hubo para fortuna de todos, otra certeza ampliamente comprobada: el INE mostraría su enorme profesionalismo y saldría victorioso. Es un hecho que a lo largo del proceso, en cada una de sus etapas, el gran ganador fue el INE. Resistió los absurdos y huecos de la ley, el recorte presupuestal y el peso del embate del gobierno y el partido en el poder que de manera sistemática y en el discurso y en los hechos, provocó al INE y a sus consejeros poniéndolos contra la pared.
No obstante, nadie dudó que una institución reconocida y aceptada por la gran mayoría de los mexicanos, haría su trabajo y lo haría bien. Es precisamente ese órgano autónomo, ese al que el gobierno se ha empeñado primero en debilitar y después en destruir, el verdadero ganador del 10 de abril. Ese día por la noche nadie, ni el propio Presidente en su discurso, se atrevió a cuestionar al INE.
En cambio las reglas y el proceso estuvieron plenas de incertidumbre en el primer malhadado y mal llamado proceso de revocación de mandato. Malhadado porque la primera experiencia de un ejercicio previsto como instrumento ciudadano para remover a un Presidente que a ojos de la ciudadanía no estaba funcionando, se convirtió en una herramienta en manos de un Presidente y su partido para ratificarse a sí mismos.
Tal como las empresas fantasma que no existen o que fueron creadas para simular una compra pública, la organización Que Siga la Democracia surgió de la nada como una potente maquinaria capaz de reunir en unos pocos días la estratosférica cantidad de 11 millones de firmas aunque el 25 por ciento de ellas resultaron falsas incluidas 20 mil de personas muertas. Solo una estructura partidaria como Morena pudo haber conseguido esa hazaña.
Pero no solo convirtieron la revocación en un instrumento del poder contraviniendo el espíritu y la letra de la Constitución. A ese fraude le siguieron infinidad de trampas. El Consejero Ciro Murayama señaló en un artículo (Reforma, 11/04/2022) “diez anomalías electorales que no deben repetirse”. Para cumplir su legítimo deseo están las reglas electorales pero falta la voluntad de un presidente y su partido para cumplirlas, para conducirse dentro del marco del Estado de derecho. Mal augurio para las elecciones que vienen en el 2022, 2023 y 2024. Mal augurio porque desgraciadamente es ingenuo pensar que esas diez conductas, y muchas otra que le faltaron a Murayama, vayan a ser sancionadas. La impunidad en materia electoral como en el resto de las faltas administrativas y delitos seguirá siendo la norma. Esas “anomalías” van desde la asfixia presupuestal pasando por la amenaza de cárcel al árbitro electoral, la abierta provocación de hacer propaganda a pesar de estar prohibida, la afrenta de ignorar las medidas cautelares impuestas por el INE y ratificadas por el Tribunal Electoral y llegando a la opacidad en el uso de recursos de origen “desconocido”.
Los resultados son de todos conocidos. Al 82 por ciento de los y las mexicanas no les interesó acudir a las urnas. La participación del 17.7 por ciento equivale a 16.5 millones de votos de los cuales la abrumadora mayoría (15.1 millones) se pronunció porque el Presidente se mantuviera en el cargo. Esos millones de votos no son nada despreciables. Menos aún para un gobierno que tiene poco o nada que mostrar en la mejoría de los indicadores que afectan a la población: crecimiento, empleo, seguridad, corrupción, justicia, educación, salud y pobreza. Lo que quizá muestren esos 15 millones -la mitad de lo conseguido en 2018 y casi 2 millones menos que en las elecciones intermedias de 2021- es el muy importante voto duro de AMLO, que no necesariamente de Morena. Pero también muestran que fue un ejercicio de y para los seguidores del Presidente.
Me preguntan que hubiese constituido para mí un triunfo. Respondo: un resultado como el que obtuvo Hugo Chávez en el 2004 cuando la oposición -no el gobierno- llamó a la revocación para destituir democráticamente a su Presidente, 70 por ciento de los venezolanos acudieron a las urnas y el 59 por ciento de la población votó en favor de que el mandatario permaneciera en el cargo. En esa ocasión Hugo Chávez logró una mayor participación que en las elecciones presidenciales de 2000 que registraron una participación del 56 por ciento y un triunfo con el 59.7 por ciento de la votación.