Sicario a la Halloween
""
‘Culiacán, es más que una simple ciudad, es la cuna de representaciones de la llamada narco cultura. Que tiene distintas tonalidades que van desde el negro intimidante del sicario, al rojo púrpura de su música que hace apología de la violencia...’
Las imágenes son inquietantes y llaman a la preocupación o la moral pública. Un niño sinaloense ataviado como sicario con arma plástica en mano, otro con la apariencia estética y despreocupada de Ovidio Guzmán y uno más poniendo su pequeño zapato en el rostro de otro vestido de Batman, ante la presencia atenta y satisfecha de sus padres. Son todas ellas imágenes de un extravío social y de un resorte que no tiene sentido de responsabilidad con la comunidad.
¿Qué diferencia habría entre esos niños y un padre que ve excitado las imágenes televisivas de otros de su edad que circulan a toda velocidad en un vehículo equipado con una metralleta Barret? Quizá, solo, que esos niños son actores pasivos, incapaces de protestar ante la iniciativa de los padres o, también, la edad y la inocencia transfigurada en producto Halloween, que unos y otros festejan, como si disfrutaran de una alegoría bíblica. Como una recreación hiperrealista y socarrona de la historia inmediata del 17 de octubre. Al fin y al cabo, México sigue siendo un país donde convivimos, recreamos y nos burlamos de la muerte, ¿por qué en Sinaloa no habría de hacerse con la figura del sicario o el buchón?
Vamos, es un tránsito sin puente entre el miedo y lo inequívocamente festivo; entre el azoro y lo asimilado, lo propio y lo circunstancial. Es la huella indeleble de una historia larga como cualquiera de las series de narcos y policías en Netflix y un modus vivendi en una historia terrenal llamada Tres Ríos.
Culiacán, es más que una simple ciudad, es la cuna de representaciones de la llamada narco cultura. Que tiene distintas tonalidades que van desde el negro intimidante del sicario, al rojo púrpura de su música que hace apología de la violencia y la colorida escena plástica del narco en aquella marcha ruidosa del 24 de febrero de 2014 que al grito femenino imberbe: ¡Chapo hazme un hijo!, mostraba de qué estaba hecho el mayor el mito.
También es la estética de los jóvenes buchones y muchas de sus mujeres estilizadas que hacen eco voluminoso de la frase ubicua de “Sin tetas, no hay paraíso”. Y, en ese sustrato, sin más valores, lo del niño sicario es solo una representación banal, de una infamia, que llegó para quedarse y reproducirse. Por, eso, cuando las autoridades dizque molestas salen a decir: “vamos a ir por los padres que vistieron a sus niños de sicarios” llaman a la risa socarrona, al “!ay sí, wey!”, y es que esa expresión pareciera solo ver el último eslabón de una cadena larga de representaciones, simular ante la audiencia que está a flor de piel y que se respira en las calles y comercios de Culiacán. Los indicios muestran un problema de fondo que ha crecido estruendosamente y alcanza a todas las esferas sociales. Entonces, no es amenazando sancionar a esos padres alucinados como se combate un problema que tiene muchas caras y más manifestaciones que en la menor oportunidad aparece con su rostro festivo.
Es, en realidad, una respuesta más mediática que de política pública que reclama más tiempo que el alcanzado por el daño incubado. Donde todos salven a las partes, que los individuos sobrevivan bien en una sociedad consumida por la violencia y sus antivalores. Y, es que frecuentemente no se alcanza a entender el daño ya provocado. Que es necesario un antídoto del tamaño del cáncer inoculado en las últimas décadas. La familia nuclear lo favorece con un disfraz o una camisa ad hoc; las iglesias le hablan al parecer a sordos, a gente ensimismada en su cotidianidad; las instituciones educativas no salvan con el conocimiento esas vidas al borde del precipicio y los políticos generalmente no tienen ninguna credibilidad.
El cáncer contracultural está en estado de metástasis. Culiacán está muy enferma como me lo dijo una tarde un amigo periodista culichi. Lo vimos simplemente en las ausencias de la marcha Culiacán Valiente y lo vemos ahora en esos niños ataviados de sicarios. Dos estampas contrastantes o complementarias según se quiera ver. Es un termómetro de los humores públicos. No puede ser en tono civilizatorio, que convoque varias veces más un partido de beisbol de los Tomateros o de futbol los Dorados, que una demostración para hacer saber que la ciudad está viva y actuante frente a sus enemigos.
La batalla se ve perdida al menos en el mediano plazo y como sociedad está indemne como si fuera de nadie o mejor dicho de ellos. Es una sociedad que se acomoda, aunque en privado, suavecito, cada uno diga lo contrario. Que le apuesta a la civilidad. A la vida comunitaria y a la no violencia.
Y en esa lógica, son admirables, aquellos ciudadanos que salen a la calle con sus consignas reivindicativas, para hacer valer unos valores mínimos de convivencia pública, de rechazo a los volátiles humores criminales, a lo que la hace inviable para un proyecto de convivencia colectiva, pero, igual, resulta inexplicable que, en medio de la provocación, haya personas que exalten los personajes y la estética del terror, como una forma de aceptación, de complicidad tácita, con lo prohibido.
En definitiva, la imagen de esas criaturas envueltas en ropajes de los personajes de un cómic o la encarnación de la infancia a través de una onomatopeya sería la reivindicación de lo que estamos perdiendo al perder la ternura y naturaleza, es el lado oscuro de una historia que nunca debió suceder en nuestro singular proceso de modernización.