Si no es leche o azúcar, ¿entonces qué es?

Pablo Ayala Enríquez
17 octubre 2020

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pabloayala2070@gmail.com

¿Qué representa la salida del mercado de las 20 marcas de quesos y yogures en los que la Procuraduría Federal del Consumidor detectó inconsistencias entre su contenido y lo declarado en el etiquetado? ¿Qué se pierde y qué se gana con dicha medida? ¿Quién pierde y quién gana?

A primera vista, la medida parece ser más positiva que negativa, debido al mensaje que manda a las grandes empresas. A partir de ahora, quien tenga pensado seguir echando mano de la publicidad y etiquetado engañoso, tendrá que pensar con mucho cuidado la manera en que hará la trampa, porque hoy la Profeco tiene la autoridad para ordenar que se retiren los productos de los anaqueles que incumplan las normas oficiales establecidas, sin necesidad de que su ordenanza pase años y años durmiendo el sueño de los justos en los juzgados. Por tanto, si la etiqueta del yogur o el queso indica que el producto envasado tiene tal o cual porcentaje de leche de vaca, eso es lo que deberá de tener, y punto.

A decir de Vicente Gómez, presidente de la Federación Mexicana de Lechería, la disposición impuesta por la autoridad “beneficia a los productores que están haciendo las cosas correctamente” y hace realidad una exigencia que hace mucho venían planteando los pequeños y medianos productores de leche, los cuales, prácticamente, no tenían posibilidades para evitar que las grandes compañías agregaran sustitutos de leche de vaca a sus productos (y que también podían resistir años un pleito en los juzgados, en caso de que sus intereses se vieran amenazados).

Casi con el mismo entusiasmo, la medida fue celebrada por los clientes que se dieron cuenta que desde hacía mucho tiempo estaban siendo engañados. El etiquetado tramposo, más allá de la burla que representa para la persona engañada, puede traer consecuencias muy graves para la vida de muchos individuos. Va un ejemplo.

Por razones de salud, en casa compramos unas galletas de la marca Taifeld’s. En la parte frontal de la caja dice: “Galletas de avena light. Natural y con nuez. Sin azúcar. Cero Grasas trans. Bajo en sodio y colesterol. Sin conservadores”. Las palabras “avena” y “light” están escritas con unas letras enormes y coloridas, al igual que “sin azúcar”; llama la atención que la palabra azúcar tiene un asterisco que se explica con letras pequeñitas ubicadas en un espacio que no interfiere con la estética del diseño de la caja. El mensajito dice: “Sin sacarosa”, es decir, sin el jugo de la caña de azúcar. Si no es azúcar, ¿entonces qué es?

Para salir de dudas, fui a la información nutrimental (cosa que evité hacer durante un par de años, porque confié en el consejo de un amigo diabético que, con la misma convicción y certeza de AMLO en las mañaneras, me dijo: “esas galletas son buenas, son las que como yo”) y me topé con lo siguiente: “Grasas totales (lípidos) 5.7 g., de las cuales: grasa saturada 2.6 g., grasa monoinsaturada 2.3 g., grasa poliinsaturada 0.8 g., y ácidos grasos trans 0.0 g. Colesterol 0.0 mg. Carbohidratos totales 20.0 g., de los cuales: azúcares 5.8 g. y sacarosa 0.0 g. Fibra dietética 0.9 g. y Sodio: 29 mg.”. Todo esto metido en un paquetito de dos inofensivas galletitas que juntas pesan 30 gramos.

Cierto, las galletas no contienen azúcar de caña, pero contienen 5.8 gramos de azúcares; la pregunta sigue siendo ¿cuáles?. Cierto, tampoco tienen ácidos trans, pero la portada dice grasas, no ácidos. Cierto, mis galletitas tienen 29 mg. de sodio, pero no hay ningún referente que nos permita comprender si esos gramos son pocos o muchos para alguien que tiene comprometida su salud.

En ese sentido, los consumidores ganamos con la medida de la Profeco, mientras que los empresarios tramposos, esta vez, perdieron la oportunidad de seguir engañándonos.

Una cuestión similar sucede con el etiquetado de los octágonos negros que el gobierno está obligando a poner a las empresas que producen alimentos procesados. La idea no es mala, porque puede ser un disuasor eficaz para quienes temen al exceso de sodio, las calorías o las grasas saturadas, pero no para quienes no tienen ni la menor idea de los daños a la salud que trae consigo el consumo excesivo de esos y otros aditivos que se agregan a los productos procesados.

En este sentido, la información impresa en los octágonos puede resultar engañosa. Por ejemplo, el jamón y el queso “saludable” que comemos en casa luce un despampanante octágono negro que dice “exceso de sodio”, advertencia que por igual traen los cacahuates enchilados, las barras de granola, la caja de cereal y cualquier otra cosa que, hasta hace unos cuantos días, pensábamos eran saludables. En este caso, la advertencia, más que resolver la necesidad de consumo, solo nos confunde y pone los pelos de punta.

Poniéndole empeño, y mucho dinero, probablemente lograremos sacarle la vuelta a una parte de los productos etiquetados con los octágonos, ¿pero qué alternativa tendrán millones de personas en el país que solo pueden acceder a estos productos?
Piense en una comunidad rural, indígena o las ubicadas en zonas marginadas, donde las papas fritas, refrescos, sopas instantáneas y bollería son lo más barato y fácil de conseguir. Los octágonos negros, por terroríficos que puedan parecer, más que resolver algo, solo generarán desazón y angustia en los consumidores.

Insisto, la medida promovida por las autoridades no es del todo mala, porque siempre es de agradecer que algunas casas cuelguen en su entrada esa advertencia que dice: “cuidado con el perro” o “cochera en servicio”, sin embargo, me parece que deja muchos cabos sueltos y abre la puerta a nuevos problemas. Va un ejemplo que viene a cuento con motivo del Día Mundial contra el Hambre, celebrado el pasado 16 de octubre.

Para reforzar el trabajo que la red nacional de bancos de alimentos realiza, algunos gobiernos municipales entregan a personas de escasos recursos despensas alimentarias, las cuales contienen productos que forman parte de la canasta básica. Algunos de estos productos llevarán los relucientes octágonos que advierten sobre los excesos de los productos.

En este caso, ¿qué harán las autoridades? ¿Dejarán de entregar las despensas porque algunos de sus artículos atentan contra la salud? ¿Entregará productos que la Profeco tiene etiquetados como dañinos para la salud? ¿Cuál es la salida prevista? ¿Acaso las autoridades gubernamentales no se enfrentan a un dilema moral en toda regla?

Sin duda lo es. Sobre la manera en que éstas podrían resolverlo hablaré en una nueva entrega.