Sentimientos morales
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Adam Smith, el padre de la economía moderna, antes de publicar La Riqueza de las Naciones, escribió un libro que consideró el eje de toda su producción: La Teoría de los Sentimientos Morales, un texto que al día de hoy mantiene su vigencia.
El libro abre así: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla”. Esta capacidad, que Smith después la presentará como la vía que tenemos de ponernos en el lugar de los otros, la posee la persona más humanitaria y virtuosa que conozcamos, así como el malhechor o el “más brutal violador de las leyes de la humanidad”.
Como en ese entonces la neuroética no existía, el buen Adam Smith pensó, con toda razón, que cualquier persona con dos dedos de frente era capaz de ponerse en el lugar de los demás y simpatizar con sus sentimientos.
Con todo, decía Smith, hay sentimientos con los cuales resulta mucho más sencillo simpatizar. Por ejemplo, sentimos casi la misma alegría cuando vemos reír a alguien a pierna suelta, suspiramos cuando una persona clava la rodilla en el suelo y entrega a su pareja el anillo de compromiso, nos alegra cuando los jugadores de nuestro equipo festejan y levantan la copa de campeones, nos da una alegría malvada cuando el villano, después de haberle hecho la vida imposible a medio mundo, se cae por el acantilado, nos emociona, casi hasta la lágrima, cuando la valla del personal médico aplaude y despide a quien salió con vida después de haber vencido al Covid-19, etcétera.
“Las pequeñas molestias no promueven simpatía alguna”, por ello quien se ofende, grita y patalea al darse cuenta que hay un pelo en su sopa o se tira al suelo a llorar si se va la señal de la televisión, lo único que despierta en los demás es desprecio hacia la desproporción con la que expresa su frustración.
Las frivolidades no despiertan en nosotros simpatía alguna, pero sí la detona en alto grado la desdicha; en este caso, como bien dice Smith, somos capaces de llorar ante la representación imaginaria de una tragedia, de ahí que, “si usted sufre una calamidad especial, si por una desgracia extraordinaria cae en la pobreza, la enfermedad, la deshonra y el desengaño, aunque todo pueda haber sido en parte su propia culpa, a pesar de ello puede usted en general confiar en la más sincera simpatía de todos sus amigos, y en la medida en que el interés y el honor lo permitan también en su ayuda más afectuosa”.
Los sentimientos antisociales, como el odio y el resentimiento, despiertan muy poca simpatía. Más que compasión, sentimos temor e, incluso, aversión cuando somos testigos de ellas.
Seguramente usted se preguntará a dónde quiero llegar con este largo rodeo trayendo a cuento a Adam Smith. Mi afán tiene que ver con el lugar que ha tenido en las aulas la sensibilidad moral y, muy particularmente, el desarrollo de las habilidades para ponernos en el lugar del otro, competencia clave no solo para lograr ser compasivos con los demás, sino para dimensionar el efecto que genera en ellos nuestras acciones.
Llévelo al plano que quiera y se dará cuenta que la capacidad de simpatizar con los demás es una de las vías más efectivas para no drenar nuestra humanidad.
En estas últimas semanas que he seguido tan de cerca lo que está sucediendo en muchos hospitales, se vuelve evidente que, gracias a la capacidad de ponerse en la piel de los enfermos de coronavirus, el personal sanitario hace hasta lo indecible para que aquellos puedan vencer a la muerte.
Médicos, camilleros, enfermeros y doctoras que están en este frente de batalla, se juegan el todo por el todo arriesgando su vida, debido a que en su formación profesional desarrollaron sentimientos morales como el reconocimiento de los demás, la empatía y la compasión, cosa que no sucede en la formación de otros profesionistas. Su quehacer es vérselas con el dolor y sufrimiento, de ahí que no exista modo más claro de dimensionarlo, que poniéndose en el lugar del enfermo.
Sin embargo, dicho sentimiento no debería ser exclusivo del personal sanitario. Las y los ciudadanos comunes y corrientes también deberíamos ser capaces de ponernos en lugar del otro cada vez que salimos a la calle, con el fin de reducir el número de desconsiderados que deambulan por todos lados sin cubrebocas o no les interesa respetar los protocolos de la sana distancia cada vez que entran a un espacio público cerrado. Es muy respetable quien no rehúye a su propia muerte, pero ello no le justifica a que arriesgue y, mucho menos, contagie a quienes ni la deben ni la temen.
En ese sentido, visto desde la monumental obra de Adam Smith, en esto no hay forma de contradecir a Hugo López-Gatell: resulta natural, porque es propio de la naturaleza humana, que los gobernadores que pidieron su renuncia estén lidiando con “sentimientos de frustración, angustia, preocupación y enojo ante la realidad”.
La mezcla de la incapacidad para ponernos en el lugar del otro, la falta de pericia, recursos, el descuido, irresponsabilidad, soberbia y egoísmo de muchas autoridades y ciudadanos, ha provocado que los contagios avancen a un ritmo de seis infectados por minuto.
Ante dicho escenario resulta imposible no sentirnos frustrados.