‘Semana Santa en mi pueblo’

Juleta Montero
27 marzo 2018

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                                                                                                                                        I

Regresar a mi infancia en el vuelo mágico de la memoria es zambullirme en agua fresca de río. Es como volver a vivir sintiendo de nueva cuenta los días aquellos. Y es porque mi niñez no se ahuyentó sino que permanece despierta resistiendo el paso del tiempo como una maga que tiñe de azul el santuario sacro de mi memoria.

 

II

Mi pueblo se enorgullecía por su gran actividad de haciendas que producían mezcal, piloncillo y otras cosas como escobas; además, por ser vecino de una riqueza mineral inmensa ya muerta.

Ahora presume de una monótona rutina diaria como si sus años le pesaran tanto que ya no tiene aliento ni humor para desempeñar ningún trabajo. La agonía se siente hasta en el aire que baja de la sierra y el zumbido de los zancudos resulta indiferente; hasta el aspecto religioso ha decaído.

 

III

Cuando era niña me regocijaba tanto asistir al atrio de la iglesia para oír a los misioneros que llevaban la palabra de Cristo, nos hacían sentir tan bien que todas las niñas queríamos ser monjas y los varones sacerdotes.

Ellos, los misioneros, iban para prepararnos para las festividades de Semana Santa, acababa de pasar el Miércoles de Ceniza y empezaba el ritual con el “acuérdate hombre que polvo eres y en polvo te convertirás”. Ya estábamos en la Cuaresma, cuarenta días de capirotada, de agua “ensalada”, de tortitas de calabaza o camarón con nopales; después tendríamos una semana completa de pasión con su altar de Dolores y sus ramos tristes en contraste con las cortinas lilas que tapaban a todos los santos del altar en señal de penitencia y luto.

El sábado, un día después del viernes de Dolores, se ponían en la banqueta los vendedores con sus palmas alrededor de la iglesia, tendían un costal de jarcia y encima acomodaban por tamaños las verdes tiras de palma, algunas trabajadas artesanalmente con dibujos y figuras tejidas entrelazadas con listones de colores. Las campanas empezaban a tocar al alba del día siguiente y se oía más fuerte su repique unos minutos antes de las diez de la mañana para llamar insistentemente a la misa de las palmas.  Una nube de incienso salía por la puerta mayor del templo seguida por los acólitos que venían a hacer una valla y abrirle paso al asno que venía montado por Jesús, que era un joven que se había preparado durante todo el año para representar dignamente al Señor, detrás de él el sacerdote que daba inicio a la procesión por las calles anchas y empedradas del pueblo, quien efusivamente lo vitoreaba como si verdaderamente fuera Jesús, reviviendo cuando entró a Jerusalén aquel antiquísimo Domingo de Ramos.  

De regreso al templo, el sacerdote celebraba la eucaristía con solemnidad y al final bendecía las palmas que se movían incesantes de un lado a otro, unas tejidas, otras libres, otras con manzanilla, pero todas en actitud de alabanza. En esta época del año no hace mucho frío, por eso nadie se sacaba al rocío del agua bendita. El humo del incienso seguía brotando hasta terminar la ceremonia. De regreso a casa, mi madre ponía detrás de la puerta la palma bendita para que nos protegiera de los enemigos y nos ayudaría a bien morir en el momento preciso de agonía con solo recorrer nuestro cuerpo con ella.

 

IV

Los días venideros son de llegada de la gente del pueblo que vive fuera, hasta los que vivían en Estados Unidos venían presumiendo su chamarra de piel, lentes de sol, la tonada de su habla y hasta su cartera con dólares. Las jóvenes del pueblo estrenaban vestido y se sentían soñadas con sus nuevas galas cuando daban vuelta a la plaza, que para ese entonces ya estaba invadida por una gran cantidad de juegos y puestos de comida. La verbena popular culminaba con un gran baile en el cobertizo, junto a la plaza; ocasión que aprovechaba una que otra joven para huirse con su galán y otros para aliviar sus rencores y vengar su maltratado honor con la pistola, era raro cuando no había por lo menos un muerto.

Las imágenes están frescas, son impresiones que una niña no puede borrar fácilmente: el miedo reflejado en el rostro de la gente, el corredero de la multitud, los instrumentos musicales rodando por la tierra  y el canto de los grillos más agudo.

Todavía suenan en mis oídos las palabras recias de mi madre: “No se pueden bañar en el río, son días santos y si desobedecen se convertirán en sirenas o pescados. Y vale más creerlo que averiguarlo”. Ante tal situación buscábamos otro entretenimiento, como el de comer sandías, jícamas con sal con chile, rábanos con limón y sal o jugar tiro al blanco con rifles de municiones en un puesto de la verbena; por la tarde nos subíamos a la rueda de la fortuna y a las sillitas voladoras para mirar desde lo alto un aspecto distinto del pueblo. ¡Qué diferentes se ven las cosas desde arriba y qué sensación de volar de pájaro tan maravillosa!

 

V

A las tres de la tarde el sonido ronco y hueco de la matraca se dejaba oír desde lo más alto de la iglesia llamando a los fieles. No se podían tocar las campanas. Recuerdo vagamente que en la pasarela central del templo se sentaban perpendiculares al altar, doce jóvenes vestidos como los apóstoles, seis a cada lado, y no recuerdo el por qué o para qué, me impresionaba que el padre les lavara los pies, de uno por uno, adentro de una bandeja, se los secara y luego se los besaba y luego les regalaba una pieza de pan bendita.

Mi curiosidad era grande y recuerdo que me abría paso entre las señoras para mirar más de cerca como lo hacía. Al terminar el lavatorio y la misa el cura repartía “semitas” y los feligreses le daban limosna.

Por la noche, Jesús estaba prisionero en un cuarto a semejanza de celda, construida con palmas y palos. Los de la adoración nocturna hacían oración durante toda la noche.

El siguiente día era el más impresionante, desde las diez de la mañana empezaba el Viacrucis. En la calle frente a la puerta mayor del templo salía Jesús acompañado de Dimas y Gestas deteniendo con sus hombros unas pesadas cruces e iniciaban el camino al Calvario por las calle principales del pueblo. Enfrente de la casa de “La Tina”, la lavandera, Jesús se caía y un señor vestido de romano le pegaba con un látigo para que se levantara y siguiera el recorrido; más adelante, y por otra calle en la dirección de Concha Acosta, Jesús volvía a caerse y de nueva cuenta se le volvía a azotar. Se levantaban los tres y seguían caminando llevando a cuestas esos maderos secos hasta topar con la banqueta de María González y ahí volvían a derrumbarse y se repetía la misma acción, que ya para ese entonces me resultaba repugnante y mezquina. El recorrido terminaba donde había iniciado y ya para ese momento estaban hechos tres pozos en la tierra; entonces amarraban a los tres en las cruces y las levantaban aterrando el pozo para que las sostuviera en pie, mientras se decían las siete palabras que Jesús dijo antes de morir. El reloj marcaba las tres de la tarde y el cielo parecía oscurecerse y temblar la tierra, las lágrimas se resbalaban por mis mejillas, había visto morir crucificado a mi Dios. ¡Qué terrible impacto para mi alma de niña!

Después desprendían a los cuerpos de las cruces, los metían al templo y lo cerraban. La multitud se desparramaba caminando lenta y en silencio hacia sus casas, mi garganta tampoco podía pronunciar una palabra, mucho menos gritar o pasar alimento por un buen rato.

Las puertas del templo se volvían a abrir a las nueve de la noche, la gente no cabía adentro y se amontonaba en el atrio. El padre subía al púlpito y desde ahí rezaba el rosario para muertos, un rosario de pésame acompañado de un sermón entre funesto y resignado.

Durante toda la noche se velaba el cuerpo de Jesús y las piadosas rezaban 33 credos, uno por cada año de la vida terrenal de El Hijo de Dios.

El Sábado de Gloria venía a contrarrestar lo trágico del día anterior. Mi mamá nos daba a mí y a mis hermanos unos varazos con palma en las piernas para que creciéramos, lo mismo hacía mi papá con los árboles de la huerta dizque para que dieran fruta.

Por la noche se volvía a reunir la gente en la plaza para quemar el malhumor, al traidor, al vendedor de Cristo, a Judas; pero antes de prenderle fuego a la figura de cartón y pólvora se leía el testamento de este, que contenía burlas para ciertas personas del pueblo a manera de versos rimados de autores anónimos.

A medianoche la iglesia se volvía a llenar para participar en la Institución del Sagrado Sacramento de la Eucaristía con muchos fragmentos de evangelios cantados, se prendían las velas de cera, se bendecía el agua y las imágenes, se recorrían las cortinas lilas que tapaban al altar y se cantaba “Gloria”.

Al día siguiente, que era domingo, se celebraba la misa normal para celebrar la resurrección de Cristo y su subida al cielo. El padre nos deseaba felices pascuas.

 

VI

Los que habían venido se empezaban a ir y el día lunes el pueblo regresaba a sus quehaceres normales.

En esa casa, frente al templo y la plaza están atrapados mis recuerdos de infancia.

En ese pueblo se festejaron tradiciones maravillosas.

Hoy, ni en mi casa ni en mi pueblo ocurre nada.