Sacralidad del silencio

Rodolfo Díaz Fonseca
04 agosto 2020

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Vivimos en una cultura excesivamente ruidosa en la que se desdeñan las pausas y momentos de silencio. La recomendación cotidiana -parafraseando las palabras del Génesis- sería: “no es bueno que el hombre esté callado, traigámosle alguien para que rompa su silencio”.

Es cierto que el silencio es embarazoso cuando no se tiene nada que decir a la otra persona. Sin embargo, también es cierto que muchas veces se rompe el silencio sin expresar nada sustancial: se habla de cualquier cosa porque no se tiene nada importante que comunicar, como señaló Rabindranath Tagore: “El silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos; y, casi siempre, cuando el Hombre se adentra en la multitud, es para ahogar el clamor de su propio silencio”.

Permanecer en un silencio anhelado, querido y buscado es un remanso íntimo, profundo y sacral. En el silencio se perciben los latidos del corazón y resuenan los pasos del alma. En el silencio se gesta la trascendental tarea del más auténtico autoconocimiento.

Manuel Sánchez Monge, Obispo de Mondoñedo-Ferrol, en un artículo titulado El silencio, camino de libertad, expresó: “La ausencia de silencio denota vacío interior; y es precisamente en el exceso de palabras inútiles de donde nace tanto aturdimiento, tanta superficialidad, tanta ligereza como padecemos los hombres y mujeres de hoy”.

La riqueza interior se cultiva en el jardín del silencio. Los peldaños del tumulto y charlatanería conducen a la terraza de la pobreza y vaciedad.

Es tan recomendable el silencio que San Benito, en su Regla, subrayó: “El silencio es de hecho tan importante que raramente debería concederse permiso para hablar incluso a los miembros que hayan realizado un gran progreso espiritual, no obstante lo buenas, santas y constructivas que puedan ser sus palabras”.

¿Cultivo momentos de sagrado silencio?