Renovar la esperanza
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Cuando comenzó la pandemia no imaginábamos que se prolongaría tanto, pensábamos que sería cosa de unos dos o tres meses, no contemplábamos que su influjo pudiera extenderse más allá de un año. La realidad ha logrado que poco a poco vayan cayendo las escamas de nuestros ojos y que nuestro entendimiento comprenda la gravedad de la situación. Sin embargo, son relativamente pocos los que toman conciencia y observan con rigurosa disciplina los protocolos de seguridad, lo que preludia y anticipa mayores rebrotes del virus.
No obstante, no es momento de bajar la guardia. No debemos dejarnos llevar por el desaliento, cansancio y frustración; mucho menos ceder el paso a una castrante depresión.
Tal vez todavía caminamos con pasos vacilantes al borde del precipicio y sin lograr ver la claridad que anuncia la salida del túnel. Empero, este es el momento ideal para reemprender la marcha y renovar la esperanza.
Siempre me ha cautivado la escena de los dos discípulos de Emaús, que caminan desalentados al ver que no se cumplieron sus expectativas (Lc 24, 17-24). Lo importante es que nunca dejaron de caminar, no se sentaron al borde del sendero para llorar su desventura, sino que continuaron su triste camino, pero sin dar paso a la amargura.
Una vez que se desahogaron y echaron fuera todo su abatimiento, decidieron hacer un alto en el camino y convivir con quien se les unió en su caminar, alentándolos a descubrir un horizonte de esperanza.
El aislamiento no es conveniente en momentos de desesperación porque tarde que temprano se convierte en un vía crucis de autocompasión. Quien se aísla se autocompadece, se refugia en su pesar y siente que nadie comprende su dolor, razón por la cual languidece y permite que marchite su esperanza.
¿Renuevo mi esperanza?