¿Qué nos defiende de la ineptitud?

Jorge Javier Romero Vadillo
18 enero 2023

El Estado, la organización que gestiona la operación general de las sociedades humanas, arrastra la fama histórica de ser una maquinaria de opresión y extracción de rentas a cambio de poco o malo. La mayoría de los Estados del mundo funcionan muy mal las cosas. La eficiencia de sus servicios básicos: la reducción de la violencia, la gestión de la cooperación social y la seguridad sobre la vida y los bienes de las personas suele ser baja. Y sin embargo es insustituible, no puede ser gestionada más que como monopolio financiado con impuestos. No existe sustituto de mercado conocido que sea eficaz para proveer bienes públicos.

El Estado es en muchos países un mal necesario que gestiona las cosas con arbitrariedad brutal y ejerce una capacidad depredadora sobre la actividad económica, por lo que no existe posibilidad alguna de prosperidad colectiva ni privada. El mercado es semi formal y la capacidad de regulación de los mercados para extraer impuestos es muy limitada, por lo que se generan concesiones a monopolios privados para el aprovechamiento de los nichos productivos. La reducción de la violencia se gestiona a través de pactos de protección con los especialistas en mercados clandestinos y del orden local apenas regulado por las leyes formales.

Estados desastrosos hay por todo el mundo, unos peores que otros, pero hay países, unos cuantos, que han logrado reducir la violencia a mínimos y generar condiciones de prosperidad para sus poblaciones y eso ha sido producto de su evolución estatal. El grado de desarrollo de los diferentes países depende, sobre todo, de la eficacia de sus Estados y la calidad de la gestión de los recursos fiscales. A diferencia de lo que se impuso como dogma durante los años de la ortodoxia neoliberal, el Estado no solo no es el problema, sino que la solución depende del nivel de desarrollo estatal.

No todos los Estados del mundo son maquinarias de ineficiencia irreformable. Los Estados cambian y mejoran, aunque sea de manera incremental, y la diferencia entre la calidad de los servicios públicos de distintos países es tan palmaria que no amerita discusión. La presión social democrática y el mercado sí han impulsado la modernización de los Estados y su profesionalización. La competencia por la gestión presupuestal a través del voto si ha llevado a la construcción de maquinarias política especializadas en ofrecer buena gestión pública y a la construcción de burocracias profesionales para la gestión de los servicios que se financian con impuestos.

Al final del año les compartí a mis dos lectores, como de me dijo algún crítico airado en los comentarios al pie que publica Sin Embargo, mi carta de buenos deseos. Entonces comparaba mi percepción de mi vida actual en el extrarradio de Madrid con mi habitual de Ciudad de México y mencionaba algunos datos incontrovertibles, como el desarrollo del transporte público financiado con impuestos, aunque una parte sea cobrada de acuerdo con el uso que se le da. La evidencia del éxito de la gestión pública del metro de Madrid y de la red de tren de cercanías, aun con algunos casos garrafales de obras mal hechas, frente al fracaso palmario de la gestión del Metro y del transporte urbano en general en el antiguo Distrito Federal.

Ambas regiones tienen gobierno propio elegido de manera democrática desde hace muy poco: Madrid desde la década de los ochenta y México desde los noventa del siglo pasado. Ambos heredaron servicios con gestión pública astrosa, aunque funcionales, pero mientras que en Madrid los sucesivos gobiernos –socialistas primero y populares -de centro derecha durante lo que va de este siglo– han invertido en la modernización y extensión de la red de transporte público de alta tecnología, en México el Metro fue abandonado, apenas si creció y no se le vinculó a una red de trenes suburbanos, por lo que la mayor parte del transporte público se hace con unidades de combustión interna pequeñas e ineficientes, no con una red de autobuses moderna, aunque es relevante el crecimiento de la red de Metrobús, paliativo tacaño frente al estancamiento de la red de ferrocarril metropolitano.

Los trenes de transporte urbano y suburbano son sistemas cómodos, confiables, seguros y relativamente amables con el medio ambiente. Mucho más eficientes que los autobuses para mover personas en las extensiones urbanas actuales. Tal vez algo cambie en las necesidades de movilidad con las nuevas tecnologías, pero el hecho es que hoy millones de personas se transportan de los extrarradios a los centros urbanos y la manera más eficiente de hacerlo es a través de extensas redes ferroviarias, complementadas por líneas de autobuses subsidiarias o alimentadoras.

La historia política del transporte público de Ciudad de México está por escribirse o no me ha caído en las manos, pero estoy seguro de que está plagada de complicidades entre los políticos y los grupos de interés particular: las empresas automotrices compraron la decisión de desarrollar vías para coches privados, en lugar de mantener y modernizar la red de tranvías o de comenzar a construir el Metro, que llegó muy tardíamente y nunca creció al ritmo necesario.

El abandono del Metro no es de ahora, pero es especialmente reprochable a partir de la llegada de los gobiernos sedicentes de izquierda. Cuauhtémoc Cárdenas inauguró una línea heredada, López Obrador no construyó ni un centímetro durante su gestión, mientras Claudia era la secretaria de medio ambiente que gestionaba el desastre ambiental del segundo piso del Periférico. Ebrard hizo la gran obra fallida de la línea 12 y Mancera tuvo que reinvertir en la rehechura finalmente malhecha, mientras se aplazaba una y otra vez la ampliación de Mixcoac a Observatorio.

El abandono también ha sido federal. Obras como las del Metro requieren inversión del gobierno nacional. Pero López Obrador decidió meter millones en el tren maya, en una zona con una población equivalente a tres delegaciones de la capital, en lugar de apostar por la mejora de la calidad de vida de la región más poblada del país. El desastre actual es producto de una historia de decisiones políticas equivocadas y de la inexistencia de cuerpos profesionales con incidencia en el impulso de políticas públicas bien diseñadas. Lo que tenemos que lograr es que el Estado haga razonablemente bien lo que le corresponde. El problema es cómo se logra eso.

El Estado, la organización que gestiona la operación general de las sociedades humanas, arrastra la fama histórica de ser una maquinaria de opresión y extracción de rentas a cambio de poco o malo. La mayoría de los Estados del mundo funcionan muy mal las cosas. La eficiencia de sus servicios básicos: la reducción de la violencia, la gestión de la cooperación social y la seguridad sobre la vida y los bienes de las personas suele ser baja. Y sin embargo es insustituible, no puede ser gestionada más que como monopolio financiado con impuestos. No existe sustituto de mercado conocido que sea eficaz para proveer bienes públicos.

El Estado es en muchos países un mal necesario que gestiona las cosas con arbitrariedad brutal y ejerce una capacidad depredadora sobre la actividad económica, por lo que no existe posibilidad alguna de prosperidad colectiva ni privada. El mercado es semi formal y la capacidad de regulación de los mercados para extraer impuestos es muy limitada, por lo que se generan concesiones a monopolios privados para el aprovechamiento de los nichos productivos. La reducción de la violencia se gestiona a través de pactos de protección con los especialistas en mercados clandestinos y del orden local apenas regulado por las leyes formales.

Estados desastrosos hay por todo el mundo, unos peores que otros, pero hay países, unos cuantos, que han logrado reducir la violencia a mínimos y generar condiciones de prosperidad para sus poblaciones y eso ha sido producto de su evolución estatal. El grado de desarrollo de los diferentes países depende, sobre todo, de la eficacia de sus Estados y la calidad de la gestión de los recursos fiscales. A diferencia de lo que se impuso como dogma durante los años de la ortodoxia neoliberal, el Estado no solo no es el problema, sino que la solución depende del nivel de desarrollo estatal.

No todos los Estados del mundo son maquinarias de ineficiencia irreformable. Los Estados cambian y mejoran, aunque sea de manera incremental, y la diferencia entre la calidad de los servicios públicos de distintos países es tan palmaria que no amerita discusión. La presión social democrática y el mercado sí han impulsado la modernización de los Estados y su profesionalización. La competencia por la gestión presupuestal a través del voto si ha llevado a la construcción de maquinarias política especializadas en ofrecer buena gestión pública y a la construcción de burocracias profesionales para la gestión de los servicios que se financian con impuestos.

Al final del año les compartí a mis dos lectores, como de me dijo algún crítico airado en los comentarios al pie que publica Sin Embargo, mi carta de buenos deseos. Entonces comparaba mi percepción de mi vida actual en el extrarradio de Madrid con mi habitual de Ciudad de México y mencionaba algunos datos incontrovertibles, como el desarrollo del transporte público financiado con impuestos, aunque una parte sea cobrada de acuerdo con el uso que se le da. La evidencia del éxito de la gestión pública del metro de Madrid y de la red de tren de cercanías, aun con algunos casos garrafales de obras mal hechas, frente al fracaso palmario de la gestión del Metro y del transporte urbano en general en el antiguo Distrito Federal.

Ambas regiones tienen gobierno propio elegido de manera democrática desde hace muy poco: Madrid desde la década de los ochenta y México desde los noventa del siglo pasado. Ambos heredaron servicios con gestión pública astrosa, aunque funcionales, pero mientras que en Madrid los sucesivos gobiernos –socialistas primero y populares -de centro derecha durante lo que va de este siglo– han invertido en la modernización y extensión de la red de transporte público de alta tecnología, en México el Metro fue abandonado, apenas si creció y no se le vinculó a una red de trenes suburbanos, por lo que la mayor parte del transporte público se hace con unidades de combustión interna pequeñas e ineficientes, no con una red de autobuses moderna, aunque es relevante el crecimiento de la red de Metrobús, paliativo tacaño frente al estancamiento de la red de ferrocarril metropolitano.

Los trenes de transporte urbano y suburbano son sistemas cómodos, confiables, seguros y relativamente amables con el medio ambiente. Mucho más eficientes que los autobuses para mover personas en las extensiones urbanas actuales. Tal vez algo cambie en las necesidades de movilidad con las nuevas tecnologías, pero el hecho es que hoy millones de personas se transportan de los extrarradios a los centros urbanos y la manera más eficiente de hacerlo es a través de extensas redes ferroviarias, complementadas por líneas de autobuses subsidiarias o alimentadoras.

La historia política del transporte público de Ciudad de México está por escribirse o no me ha caído en las manos, pero estoy seguro de que está plagada de complicidades entre los políticos y los grupos de interés particular: las empresas automotrices compraron la decisión de desarrollar vías para coches privados, en lugar de mantener y modernizar la red de tranvías o de comenzar a construir el Metro, que llegó muy tardíamente y nunca creció al ritmo necesario.

El abandono del Metro no es de ahora, pero es especialmente reprochable a partir de la llegada de los gobiernos sedicentes de izquierda. Cuauhtémoc Cárdenas inauguró una línea heredada, López Obrador no construyó ni un centímetro durante su gestión, mientras Claudia era la secretaria de medio ambiente que gestionaba el desastre ambiental del segundo piso del Periférico. Ebrard hizo la gran obra fallida de la línea 12 y Mancera tuvo que reinvertir en la rehechura finalmente malhecha, mientras se aplazaba una y otra vez la ampliación de Mixcoac a Observatorio.

El abandono también ha sido federal. Obras como las del Metro requieren inversión del gobierno nacional. Pero López Obrador decidió meter millones en el tren maya, en una zona con una población equivalente a tres delegaciones de la capital, en lugar de apostar por la mejora de la calidad de vida de la región más poblada del país. El desastre actual es producto de una historia de decisiones políticas equivocadas y de la inexistencia de cuerpos profesionales con incidencia en el impulso de políticas públicas bien diseñadas. Lo que tenemos que lograr es que el Estado haga razonablemente bien lo que le corresponde. El problema es cómo se logra eso.