Prohibido fumar
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He dado clases en varias universidades durante casi tres décadas. Antes, asistí a ellas como alumno en un par. La evolución en torno a los lugares donde se puede fumar dentro del campus ha cambiado mucho.
Mientras fui alumno, algunos de mis profesores fumaban en clase. Era algo normal y nadie se atrevía a quejarse. Y eso que la mayoría de mis compañeros no fumaban. Es algo que me sorprende mucho, al menos como recuerdo: en verdad, eran pocos los fumadores. Más tarde, en una de las primeras universidades donde di clase, los maestros también fumábamos en los salones. Es algo que confieso con culpa e incluso lo lamento por toda la incomodidad que pude haber causado. Sobre todo, porque acudiendo, de nuevo, a mi memoria distorsionada, también eran mayoría los no fumadores.
Los siguientes años implicaron transiciones. Evidentemente, se prohibió fumar en lo salones. Fue común, entonces, ver tanto a estudiantes como a profesores acodados en las barandas. Los pasillos pasaron a convertirse en propiedad de quienes fumaban. Yo, para ese entonces, había dejado de fumar y, aunque se me antojaba a diario, procuraba esos sitios donde el olor del tabaco me provocaba evocaciones placenteras.
Los espacios se fueron reduciendo. Primero a determinadas zonas abiertas, más tarde a áreas muy específicas. Antes de la pandemia, ya sólo trabajaba en una universidad. La zona de fumadores estaba bien delimitada. Y saturada. Fumadores y no fumadores acudían allí porque, gracias su permisividad, daba acceso a todos. Era claro cómo el pasto de esa zona estaba más desgastado que el del resto del campus.
Tras la pandemia, con el regreso presencial a clases exigiendo el uso del cubrebocas, las autoridades aprovecharon para acotar, aún más, las zonas para fumadores. Ahora eran espacios que parecían insuficientes y, eso sí, sólo estaban habitados por fumadores. Se llegaban a ver escenas curiosas, como las de aquéllos que, temerosos del bicho, se bajaban el cubrebocas sólo para darle una calada al cigarro y volverlo a acomodar.
También se incrementó el uso de cigarros electrónicos y vapeadores. Quizá porque, al margen de las discusiones en torno a dichos aparatos, lo cierto es que permitían violar la restricción: no era raro ver a alumnos sacando el artefacto de entre sus ropas, a la mitad del pasillo, para llevárselo a la boca y darle una calada.
Ahora ya está prohibido fumar dentro del campus. Lo celebro (aunque celebro más no fumar desde hace años). Es claro que esto ha movilizado a la comunidad. Es muy común encontrar hordas de alumnos fumadores justo afuera de las puertas de la universidad, sobre todo entre clases. Ni hablar, la incomodidad también disuade. También, y he aquí un nuevo problema, un crecimiento exponencial de aparatitos para fumar. Mismos que, además, se usan en todos lados. He visto muchas veces el mecanismo ya descrito: se requieren unos cuantos segundos para desenfundar, aspirar y guardar, dejando sólo una ligera nube que se dispersa casi de inmediato. Lo he visto en los jardines, en los pasillos, en los salones y hasta en la biblioteca.
Es como si la prohibición no existiera para esos productos. Lo peor es que no es posible integrar una policía que persiga a los fumadores clandestinos. Así que el hábito no se reducirá. Al contrario, me da la impresión de que cada vez más alumnos míos llevan vapeadores. Más aún: a diferencia del cigarro que exigía una pausa o un traslado, se está convirtiendo en un automatismo la secuencia ya mencionada. Quizá, eso no lo sé, ahora estén fumando mucho más.
Pese a todo, los entiendo. Son universitarios que centran su rebeldía en pequeños guiños. No los justifico, tampoco los aplaudo, pero los entiendo. Sobre todo, cuando, a media clase de fútbol de mis hijos, dentro de unas instalaciones deportivas donde está prohibido fumar, descubro a varios padres haciéndolo dentro del baño o atrás del gimnasio. Escondidos y victoriosos. Verlos ahí, agazapados, intentando ocultar las colillas y disipando el humo, es uno de los mejores argumentos que podría encontrar para dejar ese vicio. Hay niveles.