Presidencia 2024-2030 y Fuerzas Armadas
Ya en fase sucesoria adelantada, continúa el Presidente López Obrador entregando a las Fuerzas Armadas funciones y recursos concebidos constitucional y legalmente para instituciones civiles. Es el caso ahora de la Secretaría de Marina, la cual recibirá el control total del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, mientras a la Secretaría de la Defensa Nacional le ha venido entregando el control de otros aeropuertos, entre los cuales destaca el Felipe Ángeles.
Según las prácticas sucesorias históricas del sistema político mexicano -salvo sobresaltos críticos-, en su fase final la Presidencia saliente reduce su margen de influencia, a quererlo o no, justo en la medida que se acerca la fecha del relevo. Se supone que quien o quienes aspiran al cargo van ganando o intentan ganar poder, en ocasiones incluso con el apoyo del Ejecutivo federal que está en ruta final, a modo de transición de facto que abarca un periodo mucho más extenso que la transición formal que inicia al validarse la elección y reconocerse a la persona electa para el sexenio por venir.
Ahora todo parece ser diferente, al menos desde el lente de la deriva militarista. López Obrador informó que mandará nuevamente su propuesta para formalizar la entrega del control de la Guardia Nacional a la Sedena, después del proceso electoral del próximo año. Este solo hecho podría ser más que suficiente para asumir que el proyecto político militarista de hoy trasciende fronteras sexenales. Si es el caso, estamos ante un escenario extraordinariamente preocupante.
Con base en la experiencia de al menos las tres últimas décadas, debemos contestar lo siguiente: qué le ha dejado al país la militarización de la seguridad pública y qué le está dejando el militarismo que transfiere sin freno a las instituciones militares múltiples funciones civiles. Desde el Programa de Seguridad Ciudadana (PSC) de la Universidad Iberoamericana CDMX hemos construido suficiente evidencia para confirmar, al menos, que el Estado no ha podido demostrar que el despliegue militar es la vía para la seguridad, la justicia y la paz duraderas.
La vía militar de la seguridad pública se ha consolidado por encima de las alternancias en la Presidencia de la República y desde Zedillo a la fecha ningún presidente ha presentado una evaluación de impacto propia de los estándares metodológicos generalmente aceptados. Entonces el argumento una y mil veces repetido desde la cabeza del Estado ha sido más por descarte. La vía militar responde, al menos en parte importante, a lo que Wolf Grabendorff llama sequía de las instituciones civiles. Llamamos a los militares porque los civiles no lo hacen bien, palabras más o menos en este recurso retórico repetido hasta la saciedad y ya comenzado a ser utilizado en camino hacia 2024.
Este doble proceso, contracción civil y expansión militar, merece la misma pregunta: para qué ha servido esto con base en la investigación y la evidencia, cuestionamiento que cobra aún más sentido cuando hemos logrado documentar, con base en información de la Sedena, que en 15 años esta institución ha tenido casi un enfrentamiento al día en promedio con lo que denomina “presuntos delincuentes” y que hay lugares donde el uso de la fuerza letal en enfrentamientos supera toda proporción internacional comparable, como es el caso de Tamaulipas, donde entre 2013 y 2022 la Sedena ha tenido más de la mitad de todos sus enfrentamientos, presentándose en Nuevo Laredo un índice de letalidad que equivale a 38.8 personas muertas por cada persona herida por esa institución.
Si podemos entonces confirmar que la seguridad no está en el centro de la evaluación de la vía militar, entonces debemos preguntarnos qué sí está en el centro de la deriva militarista transexenal. Y desde este ángulo de análisis emerge una pregunta delicada a más no poder: ¿cuál será el margen de acción del poder ejecutivo federal en el próximo sexenio respecto a su relación con las Fuerzas Armadas?