Presencia y ausencia
Acabamos de conmemorar el Día de Muertos, extrañando y añorando la presencia de quienes han partido en ese viaje sin retorno. El recrudecimiento de su gris ausencia se cubre con el colorido manto de dulces e inolvidables recuerdos.
No nos acostumbramos a la presencia de la muerte, pero tampoco podemos eludir su terminal y congelado abrazo. Desde que nacemos tenemos concertada una cita, aunque ignoramos el momento, el lugar, la hora y las circunstancias del encuentro.
Todos los días experimentamos pérdidas de cosas, de bienes, de recursos y de tiempo; pero, las pérdidas más dramáticas y lacerantes son las de los seres que amamos. Sus huellas permanecen gloriosamente esculpidas en el sendero que abrieron en el santuario de nuestro corazón.
Sí, es inevitable experimentar la presencia de la ausencia, pero lo verdaderamente lamentable es constatar la ausencia de la presencia. De nada sirve una presencia ausente, es como hablarle a un fantasma o conversar con una pared. El ser humano es fundamentalmente comunicación y quien no se comunica, también comunica. Siempre comunicamos un mensaje, sea de aceptación, bienvenida y empatía, al igual que de indiferencia, desinterés o rechazo.
El filósofo Miguel León Portilla reflexionó profundamente sobre la preservación de las lenguas indígenas: “Cuando muere una lengua todo lo que hay en el mundo ni se piensa, ni se pronuncia con atisbos y sonidos que no existen ya. Entonces se cierran a todos los pueblos del mundo una ventana, una puerta, un asomarse de modo distinto a las cosas divinas y humanas a cuanto es ser y vida en esta tierra”.
Si cuando muere un sistema lingüístico desaparece todo un universo de simbolismos y significaciones, imaginemos la inmensa pérdida experimentada al ausentarse un ser que comparte palabras, gestos, amor y caricias.
¿Equilibro adecuadamente presencia y ausencia?
-