¿Por qué experimentamos malestar cuando contraemos la gripe?

Alberto Kousuke De la Herrán Arita
10 septiembre 2023

Todo comienza con una ligera irritación en la garganta que gradualmente se convierte en una tos persistente. Los músculos de nuestro cuerpo empiezan a doler, nuestra tolerancia se desvanece y el apetito se esfuma. La conclusión es innegable: hemos sido víctimas de la gripe. A primera vista, parece lógico atribuir esta desagradable amalgama de síntomas a la infección que se extiende dentro de nuestro organismo, pero ¿es realmente ese el caso? ¿Qué es lo que, en realidad, nos provoca esa sensación de enfermedad? ¿Podría ser que nuestro propio cuerpo sea el instigador de este feroz asalto a nuestro bienestar?

La primera vez que caemos enfermos es cuando un patógeno, como el virus de la gripe, penetra en nuestro sistema, infectando y aniquilando nuestras células. Sin embargo, esta invasión indeseada conlleva un efecto adicional: alerta al sistema inmunológico de nuestro cuerpo sobre nuestra situación. Tan pronto como detecta la infección, nuestro cuerpo se lanza en nuestra defensa. Las células conocidas como macrófagos se adelantan como la primera línea de combate, rastreando y eliminando los virus y las células infectadas. Posteriormente, los macrófagos liberan unas proteínas llamadas citoquinas (algunas personas les llaman citosinas, pero se escucha mal), cuya misión consiste en reclutar y organizar más células del sistema inmunológico para enfrentar al virus. Si este esfuerzo coordinado es lo suficientemente poderoso, eliminará la infección antes de que siquiera tengamos conciencia de ella. Pero esto es solo el preludio, ya que en algunos casos, los virus se propagan aún más, incluso llegando a la sangre y a los órganos vitales. Para evitar este destino en ocasiones peligroso, nuestro sistema inmunológico debe llevar a cabo un ataque más contundente, coordinando su actividad con nuestro cerebro.

Es aquí donde entran en juego los desagradables síntomas, empezando por la abrupta fiebre, los dolores y la somnolencia. Entonces, ¿por qué experimentamos todo esto? Cuando el sistema inmunológico se ve sometido a un ataque grave, secreta mayores cantidades de citoquinas, las cuales desencadenan dos respuestas. En primer lugar, el nervio vago, que se extiende por todo nuestro cuerpo hasta alcanzar el cerebro, transmite rápidamente la información al tronco encefálico, pasando cerca de una región crucial en el procesamiento del dolor. En segundo lugar, las citoquinas recorren nuestro organismo hasta llegar al hipotálamo, la parte de nuestro cerebro responsable de controlar aspectos como la temperatura corporal, la sed, el apetito y el sueño, entre otros. Cuando el hipotálamo recibe este mensaje, genera otra molécula conocida como prostaglandina E2, la cual lo prepara para la batalla. El hipotálamo envía señales que instruyen a nuestros músculos a contraerse y provocan un aumento de la temperatura corporal. Además, nos induce al sueño, nos hace perder el apetito y la sed.

No obstante, ¿cuál es el propósito de todos estos incómodos síntomas? Aunque aún no lo sabemos con certeza, algunas teorías sugieren que contribuyen a nuestra recuperación. El incremento de la temperatura puede ralentizar la propagación de las bacterias y facilitar que nuestro sistema inmunológico destruya a los patógenos. El sueño permite que nuestro cuerpo canalice más energía hacia la lucha contra la infección. Cuando dejamos de comer, nuestro hígado puede absorber gran parte del hierro de nuestra sangre, y dado que el hierro es esencial para la supervivencia de las bacterias, esto las debilita de manera efectiva. La reducción de la sed nos deshidrata ligeramente, disminuyendo la transmisión a través de estornudos, tos, vómitos o diarrea, aunque es importante señalar que la falta de ingesta de agua puede llevar a la deshidratación, lo cual puede ser peligroso.

Incluso los dolores corporales nos hacen más sensibles, alertándonos sobre cortes infectados que podrían agravarse o incluso causar complicaciones en nuestra condición. Además de los síntomas físicos, la enfermedad también puede causarnos irritabilidad, tristeza y confusión. Esto se debe a que las citoquinas y la prostaglandina pueden alcanzar incluso estructuras más elevadas en nuestro cerebro, interrumpiendo la actividad de neurotransmisores como el glutamato, las endorfinas, la serotonina y la dopamina. Esto afecta a áreas como el sistema límbico, que supervisa nuestras emociones, y la corteza cerebral, que está involucrada en el razonamiento.

Entonces, en realidad, es la propia respuesta inmunológica de nuestro cuerpo la que genera gran parte de la incomodidad que experimentamos cada vez que nos enfermamos. Lamentablemente, esta respuesta no siempre funciona de manera perfecta. Destacablemente, millones de personas en todo el mundo padecen enfermedades autoinmunes, en las cuales el sistema inmunológico interpreta señales corporales normales como amenazas y, en consecuencia, el cuerpo se ataca a sí mismo. No obstante, para la mayoría de la humanidad, millones de años de evolución han perfeccionado el sistema inmunológico de manera que funcione a nuestro favor en lugar de en contra. Los síntomas de nuestras enfermedades pueden resultar molestos, pero en conjunto, reflejan un proceso ancestral que seguirá protegiendo nuestros cuerpos del mundo exterior durante siglos por venir.