Por mi dios, por mi rey y por mi dama

Óscar de la Borbolla
08 septiembre 2020

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@oscardelaborbol

SinEmbargo.MX

 

Últimamente, de la manera más inopinada, me entra la nostalgia por una época que me resulta por completo ajena, y me llega sintetizada en una frase que contiene la más desmedida de las certezas: “Por mi Dios, por mi rey y por mi dama”. En este lema -pronunciado en miles de ocasiones antes de librar un combate a muerte en los tiempos de la caballería- se enuncian tres de las relaciones fundamentales de los seres humanos: con el más allá, la trascendencia: Dios; con lo público: el rey, y en el ámbito privado, íntimo me atrevería a decir, con la dama. Si se recrea el contexto, se imaginará a un hombre que sin ningún titubeo se arroja hacia la muerte: la frase exhala un aire de absoluta confianza.

Esa confianza, seguridad, certeza es por lo que siento nostalgia, pues hoy, sin ceremonia alguna ni trajes vistosos rematados con su heráldica, todos salimos a las riesgosas calles y si alguien dice: “Por mi dios”, la sonrisa socarrona que esbozan los que lo escuchan implica la pregunta ¿por cuál de ellos?, y si alguien dice: “Por mi rey”, la carcajada es francamente unánime, y “por mi dama o por mi caballero”, creo que, en el mejor de los casos, surge una sonrisa condescendiente como la que despiertan los niños cuando aseguran que Santa Clos existe: y de ahí mi nostalgia, pues lo que brindaba en el pasado caballeresco un triple fundamento para afincar la vida es hoy un pobre y triste asunto de risa.

No tenemos en qué recargarnos, no hay asidero, piso que nos sostenga ni techo que nos tutele. Como dijo Sabines tras la muerte de su madre: “Nos prohíbes las lágrimas ahora. No nos queda más remedio que ser hombres”. Como humanidad estamos suficientemente maduros como para estar solos, pero no lo suficientemente maduros como para poder prescindir de algún apoyo. Así, hacia donde volteemos el piso está sembrado de socavones, y hoy ni la filosofía es capaz de ofrecer un cimiento firme, una verdad a prueba de toda duda donde fincar, no el edificio del conocimiento, sino, siquiera, la moderada fe que hace falta para tomar una decisión y no arrepentirse en el acto.

Nuestro tiempo es de desamparo y, peor aún, pues hay multitudes para quienes esta tremenda ausencia ni siquiera es sospechada: nacieron al garete y no tuvieron los medios o la curiosidad de asomarse a otros tiempos; simplemente aparecieron aquí y, sin cuestionarse nada, van flotando al capricho de las modas disfrazados de cadáveres o de otros atuendos llamativos que los medios les dictan y, como no tienen piso han perdido la costumbre de levantarse y permanecer erguidos.

Nietzsche los previó y los llamó: “los últimos hombres” y, tal y como fueron concebidos por él, parpadean y se consiguen un pequeño placer para el día y un pequeño placer para la noche. Con todo, fue otro poeta quien mejor los definió y con un solo verso, Tomás Segovia: “Tampoco yo daría la vida por mi vida”, escribió en Anagnórisis.

Este mundo me condena a una nostalgia sin objeto, pues aunque consigo identificar su causa con la trilogía mencionada, yo mismo no defiendo el “por mi dios, por mi rey y por mi dama”, y sin embargo, siento que algo falta. Hoy ya no me resulta suficiente el porque sí, aunque comprendo que deberé conformarme con eso.