Pan de muerto

Francisco Ortiz Pinchetti
02 noviembre 2019

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@fopinchetti

 

Debo aclarar de entrada, para tranquilidad de aquellos que viven angustiados por la duda, que no estoy en contra del Desfile Internacional del Día de Muertos. Tampoco me molesta el uso de la figura emblemática del grabador hidrocálido José Guadalupe Posada en la llamada Procesión de Catrinas. Ni me parece mal que la tradición mexicana por excelencia sea llevada a las pantallas del mundo en películas como la encantadora Coco de Walt Disney, que por cierto ya vi tres veces.

Por el contrario, digamos que hasta me causa orgullo. Y me provoca sincera satisfacción el enterarme que, gracias a esos eventos, en un solo fin de semana más de 2 millones de capitalinos y visitantes se volcaron a las calles de la ciudad para disfrutarlos y que, según las cuentas de Claudia, ello produjo una derrama económica de 4 mil 200 millones de pesos, si incluimos el Gran Premio de México.

No, no me rasgo las vestiduras por la contaminación que implica para muchos la celebración del Halloween sajón o Noche de Brujas, como ocurre ya hace décadas, hacia la cultura mortuoria mexicana. Me da igual que los niños recorran las calles de la colonia disfrazados de momias o de brujas y pidan en las casa “su jalogüín en lugar de “su calaverita” en demanda de monedas o caramelos.

La comercialización desmedida de esta fecha y de sus símbolos más connotados, que inicia allá por el mes de agosto en las tiendas de autoservicio, no es algo que me quite el sueño o me haga despotricar contra el consumismo en el que nos ha tenido presos el neoliberalismo económico hoy tan vilipendiado. Tolero perfectamente la avalancha de artículos plásticos de colores naranja y negro que inundan aparadores y anaqueles, incluidos máscaras, disfraces, muñecos, sombreros, manos peludas y juegos electrónicos.

Lo que sí me parece intolerable y ofensivo es la adulteración de nuestro Pan de muerto, elemento icónico de estas celebraciones anuales. No puedo digerir los anuncios que ofrecen tan preciado producto, como en Superama, relleno de crema chantilly, cajeta, nata, Nuttela, crema batida de chocolate o ¡conejitos Turín! Lo juro.

Si hay algo de la celebración de los Fieles Difuntos, como de hecho se llama, a lo que tengo especial predilección, es precisamente a ese pan redondo con sus “tibias” en cruz (lo que según dicen tiene un significado prehispánico) y cubierto de azúcar refinada. El sólo imaginarlo me remite a épocas bien tempranas de mi infancia, como los viajes con mi madre Emily en el tranvía de la ruta “Primavera” hasta la calle de Palma, para ir al expendio de Pan Segura, en la avenida 16 de Septiembre casi esquina con Isabel la Católica, a comprar un pan de muerto inolvidable, al estilo Jalisco, allá en los años cincuenta. Al rito familiar que eso significaba se sumaba en la merienda un sabor seguramente menos delicioso que el que guardo en la memoria.

Muchos años después, ya mayorcito, descubrí el convento de las madres agustinas de Mixcoac, que desde hace justamente medio siglo (en 1969) elaboran el que me parece el mejor Pan de muerto de toda la ciudad capital de los Estados Unidos Mexicanos. El claustro monacal ocupa nada menos que la que fuera casa de don Ireneo Paz, un periodista y escritor medio revolucionario que fue el abuelo del que se convertiría en nuestro primer Premio Nobel de Literatura (1990), Octavio Ireneo Paz Lozano. Nuestro insigne poeta, que no nació en Mixcoac como a menudo se supone, vivió en esa residencia parte de su infancia y su adolescencia y de esos años provienen muchas de sus mejores vivencias, como lo evidenció en sus escritos.

El hoy convento se ubica precisamente en la actual Plaza “Valentín Gómez Farías”, remodelada con admirable acierto hace unos ocho años, y a un costado de la casa donde vivió el ideólogo favorito del juarismo, autor de las Leyes de Reforma. Frente al jardín está el templo de San Juan Evangelista y Santa María de Guadalupe, construido en el Siglo 17. Es pues el mero corazón de un pequeño pueblo originario, San Juan Malinaltongo, hoy conocido como San Juan Mixcoac, relativamente escondido en las inmediaciones del famoso Parque Hundido de Insurgentes Sur.

Sabido está que variedades de panes de muertos hay tantos como pueblos de nuestra República, algunos con muy marcadas características. El que elaboran las monjas agustinas en sus hornos es a mi parecer el prototipo más tradicional de la Ciudad de México, no de los pueblos que rodean a la capital, como Tláhuac, Xochimilco o Tulyehualco. Es el pan clásico, medido en la azúcar que lo cubre, pero elaborado conforme a la receta que seguramente las religiosas heredaron de sus ancestros, como ocurre también con la memorable Rosca de Reyes que preparan cada mes de enero y cuya venta provoca filas de varias cuadras. Soy cliente asiduo, infaltable de ambas vendimias, desde hace más de tres décadas.

Hace algunos años platiqué con una de las hermanas y le pregunté cuál era el secreto de esa receta, que daba a los panes elaborados por su congregación un sabor tan peculiar y exquisito que explicaba la fama enorme de que gozan y la venta de cientos de piezas cada año. “El único secreto es la calidad de los ingredientes que usamos”, me respondió con una sonrisa picarona. “Eso, y un poco de paciencia para darle su tiempo a cada paso”.

Efectivamente, el cincuentenario Pan de muerto de las monjas de Mixcoac (y vaya este texto como modesto homenaje para ellas) no tiene ningún ingrediente esotérico. Está hecho a base de harina, huevos, mantequilla de vaca, levadura, azúcar, una pizca de sal y agua de azahar, lo que le da ese gusto característico. La consistencia firme es otra de sus características, que por cierto la hace ideal para sopear el chocolate caliente y espumoso, oloroso a canela. Válgame.