Nuestro drama
Esta es la última de cuatro entregas que han venido indagando en torno a la naturaleza y expresiones del mal.
Ninguno de los casos aquí reseñados -el niño de tres meses que desenterraron en Ciudad de México para usarlo como mula e introducir droga en un penal de Puebla; los diez colgados por el narco en un puente de Zacatecas; la muerte lenta del fotógrafo René Robert, que permaneció tirado en la banqueta, durante casi ocho horas, ante la mirada de vecinos y turistas que no movieron un dedo para levantarlo del suelo; y la agonía vivida por Alejandro Becerra, “El Duende”, mientras los pobladores del Fresno rapiñaban la carga que transportaba en el tráiler en el que se accidentó-, resulta fácil de entender, porque la enorme mayoría de las personas -casi todas- que orbitaron alrededor de dichos casos no son Hannibal Lecter, esclavas de un demonio proveniente del quinto infierno de Dante o enfermos mentales que se escaparon del psiquiátrico. Éstas son personas comunes y corrientes con las que nos cruzamos en cualquier lugar.
Y, justamente, esta última peculiaridad es la que hace aún más inquietante el asunto. Cuando uno piensa en las razones por las cuales una persona sin problemas económicos, adicciones, enfermedades que le mantenga dopada, o rencillas añejas, es capaz de matar hasta su propia madre con premeditación y pasmosa saña, sin sentir remordimiento alguno, es cuando el mal, como dice Terry Eagleton, se vuelve ininteligible, incomprensible porque el contexto en el que se da no sirve de mucho para comprender el fin último del acto malvado.
En casos como este, y otros aún más horrendos, muchos especialistas -incluidos los que se las ven con temas religiosos- no pasan de articular -por no decir balbucear- explicaciones superficiales o híper tecnificadas que no dejan del todo claro por qué los actos malvados siguen y seguirán siendo parte de nuestro día a día. Así pues, reconocer las fuentes que conducen a una persona, como dijo Sartre, a “hacer el mal por el mal”, no parece ser una tarea del todo inútil. Me explico.
A finales de enero del año pasado, en mi columna semanal de Milenio, hablé sobre el texto de Hannah Arendt, “Eichmann en Jerusalén”, donde narra los pormenores del juicio de Otto Adolph Eichmann, acusado en 1961 de haber cometido crímenes contra el pueblo judío y la humanidad durante el régimen nazi. Ahí dije:
“Quienes acudieron al juicio se llevaron un chasco. Esperaban ver en el banquillo a un monstruo enfermo de odio. Los psiquiatras contratados por el tribunal aseguraron que el acusado era alguien ‘perfectamente normal’, es decir, alguien que podría pasar por ser un buen vecino, un hijo respetuoso, un marido dulce y fiel, un padre amoroso, responsable, con ideas positivas, miembro ejemplar de su comunidad. ‘Eichmann no constituía -continúa Arendt- un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral’. [...] La acusación de asesinato, alegó, era completamente injusta: ‘No tuve ninguna relación con la matanza de los judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a persona no judía. Lo niego rotundamente’. [Sin embargo], No concluyó el juicio sin que ese hombre, de apariencia decente, lograra esconder el monstruo que habitaba en su interior. [...] Eichmann fue y murió como alguien incapaz de distinguir el bien del mal, haciendo de este algo banal”.
Arendt nos ofrece una primera pista para entender las fuentes del mal: la manera insípida, trivial, anodina, insustancial -banal, dirá ella- con la que algunas personas “comunes y corrientes” hacen cosas estando plenamente convencidas que tales acciones no encarnan ningún mal.
Para simplificar el análisis, dividiré dichas fuentes en individuales, interpersonales e institucionales, tomando como punto de partida el caso de “El Duende”, el trailero que agonizó mientras la gente le robaba la carga que transportaba. La premisa que da pie a esta clasificación se encuentra en el planteamiento de Mary Midgley: mucho del mal que vemos de manera cotidiana “es causado por motivos reposados, respetables, nada agresivos, como la pereza, el temor y la avaricia”.
1. Individuales. ¿Los pobladores del Fresno son presa de un maleficio que les impide auxiliar a quien lo requiere? ¿Son por definición un pueblo de entraña malvada? Sin lugar a dudas, muchas y muchos de quienes viven ahí son, como dice mi tía Martha, “un pan de Dios”, pero también esas mismas personas, en ocasiones, pueden actuar con completa indiferencia ante el sufrimiento y el dolor ajeno y, al mismo tiempo, abstenerse de cometer un mal directo a alguien. Su indiferencia puede llegar a ser tanta que, simplemente, dejan que el mundo ruede, sin pensar en la serie de males que dicha actitud trae consigo.
Si a la indiferencia sumamos el egoísmo, el coctel del mal se vuelve más agrio y mortífero. Cuando el actuar se rige a partir de la máxima “primero los dientes y luego los parientes”, a nadie debería extrañar que “El Duende” agonizara cuando existía la posibilidad de obtener un beneficio personal, aunque este fuera el fruto de una desgracia.
2. Interpersonales. La suma de egoísmos no solo echa raíces en las muchas maneras de explotación laboral que existen, sino en la forma en que los grupos se organizan para obtener un beneficio compartido. La escena en la autopista Xalapa-Perote es un claro ejemplo de ello. La gente del Fresno no rapiñó en aislado. Las escenas muestran la manera en que se organizaron cadenas humanas para movilizar con más rapidez la carga que estaba desparramada sobre la carretera; había que ganar tiempo antes que llegaran las autoridades. La suma de indiferencias individuales puede ser entendida como un fenómeno propio de la desafección ciudadana -y de la cual he hablado en otros momentos en este espacio-.
3. Institucionales. No todas las leyes, usos y costumbres aseguran la justicia que pretenden. Más aún, algunas de estas acentúan o, peor aún, perpetúan la injusticia. Al momento, no hemos sabido que quienes lideran la vida en común del Fresno o las autoridades policiacas, tomaron cartas en el asunto para meter en cintura a quienes robaron la mercancía mientras “El Duende” agonizaba.
Las fuentes descritas, si bien insuficientes, nos permiten concluir lo siguiente: no es el mal, como dice Eagleton, al que debemos temer, sino a la incansable búsqueda del interés individual que, más pronto que tarde, degradará en un egoísmo e indiferencia ciega con efectos fatales.
Este no es el drama del mal, sino el de la libertad. Somos libres de hacer el mal. Ese es el drama, nuestro drama. El más terrible, implacable y feroz que la humanidad enfrenta y habrá de enfrentar.
Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Cuándo terminará López Obrador su campaña electoral y comenzará a gobernar? ¿En qué momento se pondrá manos a la obra para resolver los problemas heredados y los muchos que él genera con sus absurdos berrinches, impericia y tozudez? ¿Los saldos de esta primera mitad reflejan el final de su sexenio?