No tengo derecho a fallar

María Amparo Casar
06 diciembre 2023

El Presidente ha mantenido su popularidad en altos niveles. Según Consulta Mitofsky, al cierre del quinto año de gobierno, López Obrador tiene 56.5 por ciento y según Reforma en 62 por ciento. No es inédito. Zedillo marcaba 67 por ciento; Fox, 62 por ciento; y Calderón, 64 por ciento. La excepción fue Peña Nieto con tan sólo 25 por ciento de aprobación.

No recuerdo si los presidentes anteriores presumían su alta aprobación pero, la verdad, es irrelevante. La popularidad no se traduce necesariamente en votos. Basta preguntarle a Zedillo o a Calderón que tuvieron que entregar la banda presidencial a la Oposición. O, al propio AMLO que con niveles todavía más altos de popularidad, perdió 4 millones de votos en las elecciones intermedias de 2021.

Lo que debiera importarnos es el desempeño del Gobierno y me temo que no pasa la prueba del ácido. Con todo el poder que ha tenido López Obrador -que no deriva de su popularidad, al cierre del quinto año de gobierno está claro que la denominada Cuarta Transformación, fracasó en la mayoría de sus frentes. Las promesas de una revolución por la vía pacífica no llegaron y a menos de un año de entregar el poder ni siquiera estarán dadas las bases para ello.

El Presidente logró instalar en el discurso la locución y hoy casi todos nos referimos a la 4T. Es difícil definirla. Lo de “Cuarta”, se refiere a una ilusoria transformación equiparable a la Independencia, la Revolución Mexicana y el Cardenismo. Lo de “Transformación”, a lo que él llama, según la ocasión, una revolución por la vía pacífica, una auténtica regeneración de la vida pública de México, el cambio de la mentalidad del pueblo, la revolución de las conciencias, la ruptura del molde con el que se hacia la vieja política, el nuevo humanismo mexicano o el proyecto de gobierno plasmado en los 100 compromisos dados a conocer en su discurso de toma de posesión.

No importa cómo se la defina porque al fin y al cabo es parte de su megalomanía. Lo que sí importa es que, al inicio de su sexenio hizo cuatro promesas: crecimiento económico de 6 por ciento, disminución sensible de la pobreza, combate a la corrupción y seguridad para todos los mexicanos.

Ninguna se ha cumplido. Al quinto año de gobierno el PIB creció 0.6 por ciento respecto al 2018 y el PIB per cápita hoy es 0.3 por ciento menor que el que se registraba al inicio del sexenio. La cifra de homicidios superó, al cierre de 2023 los 173 mil homicidios. Más que los 122 mil de Peña o los 96 mil de Calderón. La más alta desde que se mide este indicador. La corrupción no ha cedido un ápice y, según las encuestas, la mayoría de la población reprueba la política anticorrupción. La corrupción no ha cedido un ápice. Además de los grandes escándalos de corrupción como fue el de Segalmex, según las encuestas, la mayoría de la población reprueba la política anticorrupción. Consulta Mitofsky reporta que al 3 de diciembre el 71.6 por ciento de la población pensaba que había “mucha o regular” corrupción en el País. Finalmente, aunque Coneval reportó con cifras de 2022 una disminución de 6.9 por ciento de la población en situación de pobreza, la misma institución informó sobre un aumento en la pobreza extrema (de 8.7 millones a 9.1 millones de personas), un aumento de 18.8 millones a 50.4 millones de personas sin acceso a la salud, además del rezago educativo de 22.3 a 25.1 millones y un ligero aumento de pobreza por ingresos de 9.1 a 9.3 millones de personas.

A estas cuatro banderas las precedieron otras ofertas y en los primeros años vinieron muchas más: desmilitarización en las tareas de seguridad, fin de la impunidad, un sistema de salud como el de Dinamarca, educación de calidad, justicia para las víctimas del pasado (y del presente), desaparición de sobreprecios en las obras, prohibición de las adjudicaciones directas, transparencia gubernamental, abandono del influyentismo, austeridad republicana...

No cumplió.

Junto a todas estas extraordinarias promesas, en su primer discurso como Presidente electo ante el Tribunal Electoral, López Obrador ofreció que bajo su gestión el Ejecutivo no sería nunca más “el poder de los poderes” ni buscaría “someter a otros poderes”. “El Estado democrático de derecho transitará del ideal a la realidad”.

No cumplió.

Meses después, el día de su toma de posesión, empeñó su palabra en el sentido de que “se acabaría la vergonzosa tradición de fraudes electorales, que las elecciones serán limpias y libres y que quien utilizara recursos públicos o privados para comprar votos y traficar con la pobreza de la gente o utilizara el presupuesto para favorecer a candidatos o partidos, iría a la cárcel sin derecho a fianza”.

Tampoco cumplió.

Pocos presidentes han llegado a su encargo con tanta legitimidad electoral, poder y respaldo popular como López Obrador. Tuvo la mesa puesta para impulsar sus banderas sin mayores trabas.

La mesa estaba puesta para gobernar apegándose a la Constitución, sin necesidad de violar la ley y sin recurrir a facultades extraordinarias. Puesta para reclutar al mejor talento. Puesta para congregar apoyos de todos los sectores. Puesta, incluso, para dialogar con la oposición que estaba en condiciones de gran debilidad. Hizo todo lo contrario.

No tenía derecho a fallar pero falló.

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