Mis cinco libros de 2021

Juan José Rodríguez
26 diciembre 2021

1.- El infinito en un Junco, de Irene Vallejo, un excelente viaje a la historia de la lectura y la humanidad en pose, para dejar su huella en algo más perecedero que la piedra y la memoria, el papiro, el papel que nació de los juncos que bordean el Río Nilo.

“Cada cierto tiempo leo con desconsuelo artículos periodísticos que vaticinan la extinción de los libros, sustituidos por dispositivos electrónicos y derrotados frente a las inmensas posibilidades de ocio. ¿Estamos seguros? El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor”.

2.- Dune, el clásico de Frank Herbert que no había leído porque casi nunca se conseguía. Así comienza:

“Cada principio es el momento ideal para cuidar atentamente que los equilibrios queden establecidos de la manera más exacta. Es algo que saben muy bien todas las hermanas Bene Gesserit. Así, para emprender el estudio sobre la vida de Muad’Dib, primero hay que situarlo exactamente en su tiempo: nacido en el 57 año del Emperador Padishah, Shaddam IV. Y, sobre todo, hay que situar a Muad’Dib en su lugar: el Planeta Arrakis. Arrakis, el Planeta conocido como Dune, será siempre su lugar”.

3.- Congo, de David Van Reybrouck, sobre el genocidio africano de todo lo que pasó en el llamado Congo belga. Gracias al Kindle pude conseguirlo rápido. Comparto un solo párrafo aterrador.

“El trabajo sucio de la recaudación de impuestos se dejaba a subalternos con un fusil. Puesto que sus jefes blancos querían estar seguros de que estos no usaban sus armas para cazar animales, les exigían que demostraran lo que habían hecho con la munición. De este modo, en diversos lugares surgió la costumbre de cortar la mano derecha de las víctimas y llevarla como prueba de las balas disparadas. Las manos se ahumaban encima de un fuego de leña para que no se pudrieran -como se sigue haciendo hoy con la comida-, puesto que el recaudador de impuestos solo veía a su jefe cada muchas semanas. Cuando pasaba el parte, tenía que mostrar las extremidades a modo de -recibos- de los gastos realizados”.

4.- A contraluz, de Rachel Cusk, donde narra en varios relatos entrelazados las complicadas situaciones que provocan los divorcios modernos, al menos entre gringos y europeos modernos. Aquí un solo párrafo desolador.

“Tras el fracaso de su primer matrimonio, cuando él se sentía terriblemente preocupado por el efecto que el divorcio estaba teniendo en los niños, su madre le dijo que la vida familiar era agridulce hicieras lo que hicieras. Si no era el divorcio, sería otra cosa, le dijo. La infancia perfecta no existía, aunque la gente haría lo que hiciera falta para convencerte de lo contrario. La vida sin dolor no existía. Y por lo que al divorcio respectaba, ya podías llevar una vida de santo, que experimentarías las mismas pérdidas, por mucho que trataras de justificarlas.

5.- Memorias de antes del exilio, del Príncipe Felix Yusopov... Más recordado como El asesino de Rasputín, este aristócrata ruso cuenta más de una que otra proeza de su clase. Aquí comparto unas leves indiscreciones sobre su bisabuela la Princesa Zinayda.

“Murió centenaria, en París, en 1897, y le legó a mi madre todas sus joyas, a mi hermano, el palacete del Parque de los Príncipes, y a mí, sus mansiones de San Petersburgo y de Moscú. En 1925, habiéndome refugiado en París, me enteré por un periódico ruso de que los bolcheviques, al registrar nuestras casas de San Petersburgo, habían descubierto en el dormitorio de mi bisabuela una puerta secreta. Esta ocultaba un ataúd con el esqueleto de un hombre... Durante mucho tiempo ocupó mis pensamientos el misterio de ese descubrimiento. Recuerdo que muchos años antes, cuando ordenaba en esa misma habitación los papeles de mi bisabuela, sentía un malestar tan extraño que tenía que llamar a mi mayordomo para no estar a solas”.