Militarización y otros decretazos
El decreto es un artefacto político-legal que puede tornarse peligroso para las democracias constitucionales. Lo es cuando se comienza a utilizar de manera recurrente y cuando se pretende sustituir a otros poderes en sus facultades y funciones o cuando quiere eludirse la Constitución. La figura del decreto presidencial tiende a constituir al Poder Ejecutivos en un poder (cuasi)soberano y concentrado, sobre todo en sistemas presidenciales como el nuestro. La voluntad de uno se impone sobre todos sin pasar por los procesos de discusión y deliberación democráticos ni por el ejercicio necesario de pesos y contrapesos.
El último anuncio del Presidente López Obrador en la conferencia matutina del 8 de agosto inquieta porque marca una tendencia más profunda en este fin de sexenio. Ya sea por desesperación para sacar adelante sus proyectos económicos (Tren Maya, Aeropuerto, Corredor Transístmico), o por honrar ciertos pactos (con los militares o con empresas de radiodifusión) el Presidente ha optado por el uso inédito de una herramienta que se mueven en el campo de la excepcionalidad y la arbitrariedad: el decreto/acuerdo presidencial.
El 11 de mayo de 2020 emitió un acuerdo mediante el cual mantenía las labores de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública hasta 2024. La idea del Presidente fue precisamente darle la vuelta a la reforma constitucional en materia de seguridad que daba vida a la Guardia Nacional. Nunca le gustó al Presidente el texto finalmente consensuado por todas las fuerzas políticas. Temas como el mando del nuevo cuerpo de seguridad a cargo de la autoridad civil y el uso extraordinario, regulado, fiscalizado, subordinado y complementario de los institutos castrenses eran el centro de la desavenencia. El decreto fue impugnado por la entonces presidenta de la Cámara de Diputados pero hasta hoy la Suprema Corte no se ha pronunciado.
El 23 de abril de 2020, como ya lo expusimos en este espacio, el Presidente redujo por decreto los tiempos fiscales a los concesionarios de radio y televisión. En una acción poco democrática, dispuso de tiempos de Estado de forma unilateral y en los hechos condonó un impuesto en especie a radiodifusoras y televisoras con quien el Jefe del Ejecutivo dice mantener una reyerta permanente. Como contraprestación por el uso de un bien público (espacio radioeléctrico) se les ha impuesto a estos medios de comunicación el deber de facilitar espacios (que desde Fox han sufrido una disminución significativa) para fines de interés social y no meramente comercial. El problema es también aquí el Poder Judicial. En junio de este año, sin pena ni gloria y aprovechando que el tema no tuvo mayor relevancia pública, la Suprema Corte decidió validar ese decreto impugnado por el INE.
El tercero fue el decreto de 22 de noviembre de 2021 mediante el cual AMLO instruyó a las dependencias a su cargo para dar autorizaciones y “brincar” ciertos trámites o permisos para sus grandes proyectos de infraestructura debido a que los declaraba de seguridad nacional e interés público. Uno de los efectos iniciales de este instrumento jurídico fue neutralizado mediante la controversia constitucional interpuesta por el INAI. Ahí sí la Corte suspendió los efectos restrictivos que en materia de acceso a la información pública puede provocar el considerar obras públicas como de seguridad nacional.
El último será publicado, en voz del Presidente, el próximo mes de septiembre y está a punto de consolidar uno de los ciclos de militarización más agudos en el país. Prefiere emitir un nuevo decreto pese a que vulnera abiertamente el artículo 21 de la Constitución que mandata el carácter civil de la Guardia Nacional. Con ello podríamos decir que la militarizacíón iniciada por Calderón y sostenida por Peña Nieto ha sido perfeccionada por AMLO. Y no es que antes no hubiera un proceso de militarización, basta recordar los ciclos de contrainsurgencia y guerra contra las drogas de los años 60 hasta finales de los 90. El tema es que desde 2006 se desplegaron tropas en mucho mayor magnitud numérica y territorial dando como resultado una violencia imparable.
Por fuera de la propia Constitución que expresamente coloca a la Guardia Nacional bajo un mando civil y a la espalda del Poder Constituyente y del Legislativo, AMLO manda un mensaje político peligroso para la democracia mexicana en dos sentidos. El más obvio es que se puede dar la vuelta a la Constitución y a los contrapesos por ella reconocidos con la sola voluntad de un gobernante. El otro mensaje es que los institutos militares llegaron para quedarse y aumentarán paulatinamente su poder e influencia en la vida pública. A la luz de la historia, eso no es bueno para la vigencia de los derechos humanos, la transparencia y la rendición de cuentas.
Tal como Artículo 19 publicó en su informe “Negación”, una tendencia de este Gobierno es la militarización en detrimento de los derechos humanos, en particular del derecho a la verdad para las víctimas y la sociedad. En México, los militares se han convertido actores principalísimos de la estrategia de seguridad pública del los últimos tres gobiernos, incluido el de AMLO. A pesar de la negación presidencial (dice AMLO que ya no hay violaciones a derechos humanos), entre junio 2019 y junio de 2021 se presentaron 1654 quejas en la CNDH en contra de corporaciones militares por posibles violaciones de los derechos humanos. No puede pasarse por alto el papel protagónico del Ejército en la mal llamada Guerra Sucia (1960-1980) con los actos sistemáticos de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales y tortura de disidentes políticos.
La militarización también se observa en el aumento financiamiento asignado a la Secretaría de Defensa y la de Marina y en la tendencia al otorgamiento de otras labores propias de los organismos civiles (aduanas, obra pública, aeropuerto). Sostenido en el mito de la “incorruptibilidad del Ejército”, el paso de la militarización al militarismo ha llevado a mayor erosión de los controles civiles sobre las fuerzas armadas y sin duda será un peligroso legado de la actual administración. La premisa es sencilla, las instituciones castrenses tienen en su ADN la falta de transparencia y rendición de cuentas. Tampoco está en su naturaleza el uso gradual, excepcional y racional de la fuerza, la administración de bienes y servicios o la construcción de obras públicas.
Aunque la Guardia Nacional no ha sido ni operativa ni administrativamente civil pues sus mandos, disciplina e integrantes son predominantemente militares; el próximo decreto será el “clavo en el ataúd” para la aspiración a una progresiva desmilitarización del país. Las buenas voluntades no bastan para gobernar, mucho menos la interpretación que hace una persona de las “necesidades del pueblo”. Al cerrar el debate a tan apremiante y urgente tema -como los otros que pretenden ser contenidos mediante decretazos- el País no avanza hacia la democracia que anhelamos.