Más importante que la vista

Óscar de la Borbolla
03 noviembre 2022

Cuando pensamos en nuestros sentidos, todo el mundo sabe que tenemos cinco, y de forma casi unánime repetimos lo que Aristóteles dijo en su libro Metafísica: “El sentido de la vista es el más apreciado”. Sin embargo, existe entre otros sentidos que poseemos uno menos conocido que se llama propiocepción.

Es aquel con el que nos damos cuenta de la posición y movimiento de nuestro cuerpo o, dicho de manera más sencilla es el sentido por el que, aún con los ojos cerrados, podemos tocarnos la nariz con el dedo índice o tomar un vaso y llevárnoslo a la boca. Con la propiocepción sentimos dónde está nuestro cuerpo.

Podría parecer que este sentido es de poca monta; pero las personas que lo han perdido -según cuenta Oliver Sacks en su archiconocido libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero- descubren el peor de los infiernos: experimentan estar encerrados en un cuerpo muerto o inanimado, y es que gracias a la propiocepción recibimos permanentemente noticias de nuestro cuerpo, lo que significa que no solo sabemos dónde están nuestros pies sin necesidad de inclinarnos a verlos, sino que podemos inconscientemente mover docenas o centenares de músculos para mantener el equilibrio cuando nos movemos.

Perder la vista o el olfato (la ceguera o la anosmia) representan, sin lugar a dudas, una desgracia; pero perder el sentido de la propiocepción se traduce en no poder movernos a voluntad ni saber dónde o cómo nos encontramos, y quienes, tras años de entrenamiento, consiguen caminar o asir un objeto valiéndose principalmente de la vista, pierden todo control cuando se encuentran en un lugar sin luz.

Tener que estar viendo constantemente la parte de nuestro cuerpo que queremos poner en acción para conseguir moverla, permite comprender lo extraordinariamente valiosa que es la propiocepción: la llamada conciencia de uno mismo.

Tengo la fortuna de mover sobre el teclado los dedos e ir hilando estas palabras sin necesidad de mirar ni el teclado ni mis dedos. Este prodigio lo realiza mi cerebro sin que yo sea consciente, sin que tenga que concentrarme en esta operación mecánica. El teclado de un piano me resulta menos familiar y aún más extraño me resulta el tablero de un avión.

Hay frente a mí un mundo complejísimo que a lo largo de mi vida he ido entendiendo lo suficiente para no verme obligado a calcular la fuerza que debo imprimir a una caricia o la que necesito para dar un puñetazo. Mi cerebro lo sabe y calibra mi fuerza, dirige mis manos en la dirección correcta, me permite vivir con naturalidad infinidad de constantes prodigios.

Todo parece tan fácil, pero detrás del saludo más intrascendente, cuando estrecho la mano que me tienden, hay dentro de mí una maquinaria de una complejidad inimaginable.

Saberlo me deja extasiado ante el simple hecho de poder estar aquí sentado redactando esta reflexión y otro tanto ocurre en quienes pueden estar leyéndola. Celebremos que contamos con el sentido de la propiocepción que, al parecer, es con mucho más importante que el la vista.

Me divierte pensar que hoy sabemos sobre asuntos que ni el mismísimo Aristóteles sospechó.