Más allá de la tinta
Hojeo El Libro de los Muertos, texto clásico que nos llegó milagrosamente desde las candentes arenas el antiguo Egipto, tal si fuese la sonrisa de un faraón recostado en la frescura de su pirámide. El único ejemplar reside en un museo de Londres, gracias a la astucia y picardía de un ladrón de tumbas.
Originalmente escrito en papiro, además de su manifiesta condición literaria e histórica, debo comentar que este libro era un práctico manual para sobrevivir a los retos de El Otro Mundo. No sólo bastaba con morirse y alzar una tumba respetable en la cultura ribereña al Nilo: era necesario enfrentar sorpresas y obstáculos más que complicados para alcanzar el extraño concepto de salvación y gloria de ese geométrico pueblo.
Así como los aztecas atravesaban el Mictlán, luchando con bestias infernales e incluso caminando entre dos montañas que entrechocaban continuamente, los egipcios pasaban en la otra vida suplicios tan abstractos que uno se pregunta si acaso esa manera de morir es la verdadera forma de la existencia... A ojos modernos, el camino de la muerte era muy parecido a un videojuego. Mundos distintos, enemigos sobrenaturales, trampas y claves secretas a ritmo de un campo de combate.
Vale la pena añadir que no muchos egipcios podían adquirir El Libro de los Muertos. Era una inversión cara y personal. Si uno quería llevarse a su mujer a la nueva vida era necesario comprar un rollo para cada uno y ponerlo dentro de su propio sarcófago. También, detalle poético que Aldous Huxley pidió realizar en su caso, alguien debía leerlo en voz alta frente el agonista al iniciarse su momento cumbre. Para él, solo con la tinta, el reino de la muerte sería Un Mundo feliz, así que pidió a su esposa declamar este documento.
Los títulos de los capítulos son reveladores y contiene las claves del universo ultraterreno. He aquí algunos nombres al azar:
Para revivir tras la muerte y salir a la luz del día. Para devolver al difunto su memoria. Para poner una talismán en cornalina. Para hacer franquear la gran puerta al espíritu santificado. Para cambiar de forma a voluntad. Para recitar cuando el ojo divino está en su punto culminante. Para rechazar a los espíritus con cabeza de cocodrilo. Para penetrar ante Osiris y sus jerarquías. Para no morir por segunda vez.
Me llama la atención un breve capítulo. Entre los diversos conjuros para convertirse en golondrina, garza real, tener una almohada cómoda o beber agua de manantiales y treparse a la barca celeste, hay una oración para conseguir tinta en el laberíntico reino de la muerte.
Ahí el alma santificada invoca al gran espíritu para entregarle su tinta y su paleta al escriba divino Thoth y vencer así dos obstáculos. Por cierto, la tinta sagrada está hecha con la podredumbre de Osiris, el polvo del dios esparcido por todos los confines del orbe.
Hemos olvidado que los egipcios, a pesar de la carencia de tecnología, tenían una gran cultura de la imagen a la manera de nosotros. Contaban con estatuas y murales inmensos, por lo que la tinta y sus detentadores eran seres peculiares. Tanto fue este bombardeo visual que a los migrantes judíos les costó mucho trabajo aceptar luego la idea de un solo dios invisible. Al preguntarle Moisés a la zarza ardiente qué dios era, la respuesta de Yahvé fue contundente: “Soy el que soy”. O sea, no existe otro.
Incluso los escribas fueron una clase social muy cercana al poder político que duró más tiempo que los faraones. Cuando Jesucristo echaba chispas contra ellos, en realidad, aludía a la burocracia romana. Sea lo que fuera, la escritura representaba un punto de unión de la vida y la muerte.
El juicio final es parte fundamental del proceso. Ahí, el dios Anubis, aquel con cabeza de chacal, pesa en una balanza el corazón humano. Al otro lado, se coloca una pluma que representa la verdad y sólo el equilibro perfecto - perfecto como la base de una pirámide- salvará al compareciente de trasmutarse en polvo, ceniza y nada. En concreto, la ley definitiva sería la siguiente: el corazón no puede ser más pesado que la verdad, pero tampoco más ligero.
Con tinta y una pluma allá, a los egipcios la muerte no les asustaba tanto.
A pesar de tenemos esos poderosos ejemplos de la importancia de la lectura y la escritura, ¿por qué permitimos que los celulares emboten la memoria de muchos? La explicación la encontré en otra página de leyendas del antiguo Egipto, citada por Platón en el Fedro. En ella, el dios Toth, equivalente egipcio a Prometeo, dialoga con el supremo Amón-Ra sobre el gran invento que ha dado a los hombres: la escritura.
A pesar de que la teología egipcia depende mucho del ya mencionado “El libro de los muertos” Amón-Ra no se muestra muy contento con ese invento y pronostica que los hombres se volverán menos inteligentes con la capacidad de leer y escribir. Inclusive anticipa a las computadoras y a esos sabiondos que nos hacen creer que la acumulación de conocimientos es la sabiduría. He aquí la cita textual:
“Tu hallazgo fomentará la desidia en el ánimo de los que estudian, porque no usarán de su memoria, sino que se confiarán por entero a la apariencia externa de los caracteres escritos y se olvidarán de sí mismos. Lo que tú has descubierto no es una ayuda para la memoria, sino para la rememorización, y lo que das a tus discípulos no es la verdad, sino un reflejo de ella. Serán oyentes de muchas cosas y no habrán aprehendido nada; parecerán omniscientes, y por lo común ignorarán todo; será la suya una compañía tediosa por qué revestirán la apariencia de hombres sabios sin serlo realmente”.
¿Habrá sido por eso que los egipcios, un pueblo civilizado con una gran cultura de la imagen como la nuestra e impulsor de centros educativos, no socializó la enseñanza de la escritura y volvió a los escribas una clase especial, criticada incluso por Jesucristo en su momento?
El dios Amón, en su gran barca solar, seguramente no nos contestará a su celular para darnos la respuesta.