Más allá de la cifra de 100 mil personas desaparecidas
Desde hace más de una década, las violencias criminal y sociopolítica han marcado la vida de miles de familias en nuestro País, que han sido víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, entre las cuales están la desaparición forzada y el entierro de cuerpos en fosas clandestinas. El nivel de la tragedia que atravesamos con 100 mil personas desaparecidas -reconocidas oficialmente el pasado 16 de mayo- y más de 52 mil cuerpos sin identificar, tendrá consecuencias generacionales a escala macro que todavía no imaginamos.
Las prácticas de crueldad ejercidas sobre los cuerpos son expresiones de poder a través de las cuales se instauran políticas de terror en los territorios al tiempo que despojan del carácter humano a quienes son víctimas, en su mayoría, jóvenes de sectores de la población que viven en condiciones precarias dentro de un sistema que distribuye la desigualdad de forma diferenciada produciendo vidas “más valiosas” que otras, situación que aumenta su exposición a la vulnerabilidad.
Lo anterior, aunado a los todavía existentes discursos de criminalización, que culpan a la víctima de lo que pasó y no a las causas estructurales, los intereses político-económicos, o a la inadecuada investigación de los crímenes que continúa teniendo en la impunidad a la mayoría de los casos.
Pese a que la violencia daña a cuerpos específicos, ésta afecta a la sociedad en su conjunto, no solo al estar ante la híper exposición de la muerte extrema, sino también al intervenir el paisaje físico y simbólico, al minar los lazos afectivos elementales como la confianza y la sensibilidad por el dolor de las y los demás.
Sin embargo y en contraste, ante este escenario bélico las y los familiares de personas desaparecidas a nivel local y nacional, nos enseñan a resignificar el dolor. Mediante diversos procesos organizativos y acciones, luchan para que la desaparición de sus seres queridos no quede excluida y sea visible en el espacio público, haciendo que su experiencia tome un carácter social y político. Con ello, demandan que las y los desaparecidos sean reconocidos como vidas valiosas y merecedoras de ser lloradas en caso de perderse, al tiempo que avanzan con sus exigencias al Estado.
El dolor concebido de esta manera rompe con la idea de que éste debe experimentarse individualmente y en lo privado, se transforma en una experiencia que permite politizar las ausencias y las muertes, devolverles el carácter humano y el sentido de dignidad.
Así, la transformación del dolor como motor para la acción y su reconocimiento social son una vía para revertir -al menos mínimamente-, los procesos de deshumanización y legitimar las pérdidas y las exigencias que los colectivos de familiares hacen al Estado. En otras palabras, colectivizar el dolor permite a su vez, desnormalizar la indolencia y conmovernos ante el dolor de las y los demás.
Apostar por la palabra y la memoria es un camino de largo aliento que socialmente tendremos que transitar para romper los silencios y los olvidos que impone la guerra. En Fundar como organización acompañante, les invitamos a leer el libro “No hay lugar en este país” que recoge 13 historias que narran la violencia y el dolor desde un lugar íntimo y en voz de quienes han vivido la experiencia. Solo con la articulación de esfuerzos, por pequeños que parezcan y desde la trinchera que sea posible, y sin sucumbir en las exigencias hacía el Estado y sus instituciones, podremos hacer frente a los procesos de deshumanización, encontrar a quienes nos faltan e identificar a quienes esperan volver a casa.
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La autora es Alejandra Ramírez (@AllejandraRam), investigadora en el Programa de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad de @FundarMexico